WLw a crisis del Líbano no se puede reducir únicamente a un enfrentamiento entre los partidarios del Gobierno prooccidental de Fuad Siniora --antisirio-- y los de Hizbulá --prosirio--, que salió del Gobierno después de que Siniora se declarara partidario de que un tribunal internacional juzgara el asesinato del exprimer ministro Rafic Hariri y la supuesta complicidad de Damasco. En el trasfondo, late también el enfrentamiento que desde 1979 mantienen Arabia Saudí e Irán, como máximos representantes de los islam suní y chií. Pero también la división de los cristianos maronitas --Samir Geagea, aliado del Gobierno, y Michel Aoun, que apoya a Hizbulá--, de los drusos y de los chiís alimenta la confrontación. Todo ello sin contar el poso de resentimientos dejado por una larga y cruenta guerra civil (1975-1989). Líbano es hoy el tablero donde las potencias regionales --Irán, Siria e Israel-- e internacionales --EEUU e incluso Francia-- juegan sus cartas en el puzle de Oriente Próximo. A ello hay que sumar la agresión israelí del verano, que desencadenó las tensiones acumuladas en el país, dividido en decenas de comunidades, y dio alas a Hizbulá, que evitó la derrota militar y obtuvo una victoria política. De poco sirven las conferencias de donantes si no se pone freno a la creciente desestabilización. La fatalidad libanesa da por inevitable la guerra civil, mientras que Bush desoye las recomendaciones del informe Baker-Hamilton, que apuesta por una negociación con Siria e Irán para dar una salida digna al fiasco de Irak y, al mismo tiempo, arrojar alguna luz de esperanza sobre el Líbano y los territorios palestinos ocupados por Israel.