No sé si les pasa a ustedes, pero desde hace unos años empiezo a tener dificultades para reconocer a la gente que dicen que es noticia. Me considero un tipo sociable, y a veces --cada vez menos, es verdad-- incluso simpático. Me gusta escuchar los argumentos de los otros y tengo una extraña tendencia a creerme todo lo que me cuentan. Solo las diferentes formas de fascismo y de intolerancia me producen una profunda intolerancia. Pero a lo largo de mi vida profesional y personal he tenido la fortuna --y a veces la desgracia-- de conocer a mucha gente y haberme informado de los personajes de la actualidad.

Y sin embargo ahora, cuando veo la televisión o me asomo a ese patio de vecindad que es la pantalla, me cuesta saber de quién se trata. No son los mismos, pero mi mirada continúa en plena forma. ¿De dónde viene, pues, este desencuentro con mis supuestos contemporáneos? Intento explicar esa sensación de extranjería por el hecho de que los medios de comunicación nos ofrecen ante todo las noticias que se crean en Madrid y que, por consiguiente, la distancia entre mi supuesta mirada al horizonte y la blindada feria de las vanidades de Madrid se ha ido ampliando. Puede tratarse también de una cuestión de orgullo: ya que en Madrid no saben nada de mi humilde persona, ¿por qué voy a hacer el esfuerzo de presentarme cuando ellos dan por supuesto que nada de lo periférico les interesa?

Pero de pronto constato alarmado que el mismo fenómeno me sucede aquí mismo. Y que aquellos nombres que deberían serme familiares son para mí unos perfectos desconocidos. Me cuentan si conozco a tal o cual persona que tal vez vive cerca de mi casa y debo admitir que es la primera vez que oigo su nombre. Será que con el tiempo y la experiencia he ido desarrollando una estéril y absurda condición de apátrida. Ya no soy de ninguna parte. Me quedo, pues, conmigo mismo.

No es muy cómodo, pero a menudo la soledad de los últimos años de vida es un verdadero regalo para el espíritu.