Sacerdote

Era viernes, a la hora en que jóvenes, casi niños, con bolsas repletas de bebidas se reúnen en la plaza Mayor y en otros lugares de la ciudad, para celebrar el botellón . Un joven se me acerca con su mano extendida. Al pronto no me conoció. Era un antiguo alumno de Filosofía. Lo reconocí. Sentí un hondo dolor. Tendí mi brazo sobre sus espaldas y comenzamos a recordar una hermosa lección que en su día escuchó en clase. El placer de beber parece una canción de libertad pero no es libertad. El cuerpo es el arpa del alma y de él podéis sacar dulce música o confusos sonidos. Así es, me dijo, mirándome con su rostro apagado. Ya no era aquel joven vivaracho, sobresaliente de su curso. Me contó su vida: "Comencé a beber porque me sentía bien y a gusto; luego comenzó un calvario: depresiones, ansiedad severa, ataques de pánico. Tomé ansiolíticos. Perdí: mujer, padres, familia. Estuve en tratamiento de psicólogos y psiquiatras y quiero salir y no puedo. Estoy desesperado y no entiendo por qué lo hago".

Así de triste es la historia de muchos jóvenes y mayores. Las estadísticas revelan que el 50% de los arrestos policiales, de las muertes en incendios, así como de los homicidios y asaltos están vinculados con la ingestión de alcohol; además del 30% de los suicidios, del 30 a 40% de las violaciones y el 50% de los actos de violencia en el hogar. El alcohólico se convierte en un ser que trae sobre sí múltiples situaciones desagradables en el trabajo, la familia y la sociedad.

El alcohol no debe ser el futuro de los jóvenes. Es la máscara que hace perder las llaves de la libertad.