Hace unos días, tomando café en casa después de la comida, comencé a ver en la tele una de las películas de la saga de Harry Potter. Las primeras escenas mostraban a Harry en la casa donde vivía de prestado con sus malvados tíos, un matrimonio orondo y malhumorado él, y remilgada e irritable ella; y un primo de su edad, gordito, consentido y repelente. Di el último sorbo de café y dejé de ver la peli pensando que esos grotescos familiares de Harry debían ser los malos. Es lo habitual y quizá lo que gusta, que los buenos de las pelis --y de todas las historias-- sean guapos, fornidos y simpáticos; y los malos, informes, melindrosos y avinagrados. A veces te meten un guapo camuflado --o guapa--, como la desdichada Cenicienta, todo un bellezón oculto anulada por sus dos horripilantes y tiranas hermanastras, malas donde la haya. El único bueno-feo de una historia que recuerdo es Quasimodo, el jorobado campanero de la catedral de Notre Dame, resignado, como es natural, a quedarse descompuesto y sin novia. Es costumbre humana establecer nexos entre la perversidad y la fealdad acentuada; y entre la bondad y la belleza realzada.

Una buena prueba de ello la tenemos en la imagen de Jesucristo, considerado el hombre más bondadoso de la historia, cuyo rostro ha sido plasmado tantas veces en iconografías, calendarios, estampas e imaginería, siempre con facciones perfectas, representado el prototipo de belleza masculina con el que toda mujer sueña. Incluso en muchos casos se occidentaliza su figura dándole un tono castaño a sus cabellos y color azul a sus ojos, a alguien que nació en una tierra de gente de piel oscura y cabellos negros.

Sin embargo Satanás, el ser más perverso del mundo, es representado como el más feo de los sátiros.

Así pues, si usted no es agraciado físicamente, no espere recibir el papel de bueno en una película, pero no se preocupe, que de la realidad a la ficción hay un abismo.