Existe un refrán absurdo y contradictorio que dice: "El hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso" --apliquémoslo también al género femenino--. Me cabe pensar que se le ocurrió a alguna madre que olvidó el más autocomplaciente de los refranes: "Qué tiene mi niño de feo que yo no se lo veo". Pero hay que reconocer que ser feo, en principio, es un añadido nada sugestivo para la estampa de un mortal, auque luego haya cuerpos deslucidos que revelen a los ojos ajenos un atractivo recóndito, difícil de vislumbrar de un solo vistazo. Seguramente todo el mundo sabe de algún feo o fea a rabiar que con artimañas secretas de seducción ha conquistado el corazón de un guapo o guapa insuperable.

Claro que estando esta sociedad nuestra en un plan tan glamuroso, tan preocupadita por la estética y el rejuvenecimiento sempiterno del pellejo, los que no damos la talla de belleza prototípica y encima no hacemos nada para disimularlo, nos echamos a perder. Toda persona ya nace con sus cualidades físicas más o menos proporcionadas, elegidas al azar por la naturaleza, pero caer en la tentación de enmendar desarreglos corporales a base de cortes de bisturí y colocación de carne plastificada se ha convertido en una manía, sobre todo de aquellos que quieren ocupar un sitio en el reino de los guapos, o mejor dicho, de los menos feos, porque la cirugía enmendadora no puede llegar más allá del amago de milagro.

Ser feo o fea implica hacer el doble de esfuerzo para seducir a la mujer o al hombre de tus sueños, o no salir nunca fotografiado en una revista de papel cuché con olor a perfume francés, o no poder presentar un concurso facilón de televisión y hacer siempre de malo en las películas. Quizá sea por ello que muchos feos --o que creen serlo--, subyugados por pretensiones superfluas, intenten cambiar sus afueras sin antes cambiar en sus adentros. Y claro, les dicen eso de "aunque la mona se vista de seda, mona se queda".