Del libro, claro. No la del queso, las flores, los coches, el jamón ni de los sellos. Casetas generalmente blancas en esta ciudad, o la ciudad de al lado, en los pueblos pequeños o las capitales grandes en todos los países y para todo el mundo. Democráticamente.

¿Qué tienen los libros, principalmente, para responder con una sola palabra, si fuese posible? Sí. Emociones.

¿Y a quién no le interesan, importan o conmueven las emociones?

La emoción es un sentimiento poderoso que anida en algún lugar secreto de cada cual. Se abre un libro, cien, mil, millones de libros, que allí están, humildemente silenciosos, ordenados, amontonados, desvencijados aguardando no otra cosa que a nosotros. Al menos, alguien nos espera y nos esperará siempre, y sería un libro. ¿No es suficiente? Los perros duran menos.

Habrá siempre un novelista, un poeta, un cuentista, un historiador o un humanista que revelará para cualquiera de nosotros nociones de sabiduría o de sensibilidad que nos ayudarán a soportar nuestra infinita indigencia, siempre oculta en la aparente superioridad que nos priva mostrar constantemente. Pero no es cierto, porque la necesidad de libros --necesidad, obsesión, adicción, urgencia y requerimiento-- es tan auténtica como agobiante.

Ni siquiera puede imaginarse qué sería de uno mismo ni comprensible tampoco, el vivir o el sobrevivir sin estos objetos de papel con renglones, dos tapas y un título.

Afectan, agitan, conmocionan, estremecen, sacuden y entretienen. Y parecen solo cuerpos y elementos inertes y bultos desiguales en las estanterías. De la Feria.

No se lo crean, aunque se lo callen siempre en todos los telediarios: son sueños que susurran que podemos soñar.

María Francisca Ruano **

Cáceres