Sucede, a menudo, que esperamos demasiado de los demás y, cuando las expectativas no se cumplen, nos sentimos defraudados.

Y esto es lo que ha ocurrido en la cumbre sobre seguridad alimentaria de la FAO que se celebró recientemente en Roma. Confiábamos en que de esa reunión saldrían medidas que albergaran una esperanza real para acabar con el hambre que padecen más de 850 millones de personas. Pero ya hemos visto que, salvo las limosnas puntuales de algunos países, los compromisos adquiridos están más cargados de buenas intenciones que de soluciones concretas. ¿Cómo van a tener, los países ricos, voluntad de acabar con las desigualdades si, en gran medida, son ellos los que las provocan?

Ya estamos hartos de palabras tan hermosas como huecas, tan bondadosas como inútiles, tan espléndidas como falsas. Solidaridad, ayuda, caridad, justicia, igualdad, compromiso- Palabras, sólo palabras gastadas que, de tanto pronunciarlas en vano, ya se nos antojan afeadas y deslucidas.

Después de tantos años de civilización, de la que tanto nos vanagloriamos como seres humanos, poco o casi nada hemos avanzado como seres solidarios y comprometidos, como seres capaces de sentir lástima y compasión por nuestros congéneres en situaciones desfavorables.

Cuesta terminar por aceptar que, al final, los humanos estamos regidos por las mismas pautas salvajes que el resto de especies. Y en nuestra lucha brutal por la supervivencia terminamos aplicando las mismas leyes de la selva, es decir: la ley del más fuerte.

Pedro Serrano Martínez **

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