Días atrás dejé en el pasillo la inmensa caja de cartón en la que me habían enviado los sacos de pienso para los perros.

Mi intención era tirarla al contenedor, pero antes de que pudiera hacerlo mis hijos pequeños se habían adueñado de ella. Yo estaba trabajando en el ordenador cuando los vi dentro de la caja, tremendamente divertidos. ¿He escrito «caja»?

Perdón, quise decir «casa», porque en eso se habían convertido aquellos cartones destinados al vil contenedor. O quizá no fuera una casa, sino un fortín, un templo o un bunker. A saber por dónde discurría su fantasía, teniendo en cuenta que los dos se expresan todavía con lengua de trapo.

Dejé de escribir para observarlos con deleite. A un par de metros descansaban todos sus juguetes, a los que no prestaban atención.

El mayor placer posible no era un balón, un tigre, una torre de aros o un libro musical. No, para ellos el paraíso estaba en una caja de cartón que poco a poco se iba deslavazando por sus atropellados juegos. Y una vez desarmada del todo, en vez de desanimarse, la usaron como manta y se arroparon con ella. «Es hora de dormir», le dijo uno al otro. Y ambos simularon estar dormidos en esa cama de oropeles en que se había convertido el duro suelo del salón.

Envidio a mis hijos: están en la edad de adentrarse en el conocimiento del mundo a partir de la ficción. En los próximos años batallarán contra los piratas del Caribe, rescatarán princesas encantadas o protegerán a la población de una malvada banda de vaqueros, todo gracias a la imaginación, una virtud de la que los niños --en un alarde de sentido común de la naturaleza humana-- están bien servidos.

Chico y señor Mario tienen edad de hacer una hermosa casa a partir de una caja de cartón mientras los adultos sufrimos viendo cómo la hermosa casa sobre la que construimos nuestros sueños de la infancia ha resultado ser en muchas ocasiones cartón mojado.