XNxo son sólo las comuniones. También en esta época del año suelen caerle a uno encima las temibles fiestas escolares. Bueno, para eso hace falta ser padre, hermano o abuelo. O tío. O tener ahijados. O, al menos, vecinos o amigos con hijos. Vamos, que es fácil que te toque. El jueves pasado estuve en la del colegio de mi hijo. Le iba diciendo a mi mujer mientras caminábamos hasta el patio escolar que ya sólo nos quedaba, Dios mediante, la del año próximo. Después se irá al instituto y a las fiestas que se celebren allí ya no estaremos invitados.

Iba vestido, un año más, de castúo (para que luego se metan con uno). Dispuesto a bailar una jerteña . Bueno, visto lo visto, lo de bailar es un decir. En general, qué torpes somos los hombres (niños, mozos o mayores) al lado de las mujeres (niñas, mozas o maduras). Se nota en muchas cosas, pero bailando... Mira que el muchachino lleva cursos de jota en jota, pero ni por ésas. Será que en casa tampoco practicamos. Una de sus compañeras tiene a los padres en un grupo folclórico y, claro, se le nota. Bueno, y que las cosas, sobre todo en las ciudades, han cambiado una barbaridad.

Uno ha vivido estas fiestas escolares desde varios ángulos. Como niño, antes que nada. Que si la recitación en el Alkázar de Lo inagotable , que si una recia copla vestido de murciano... Esta actuación me costó un par de traumas. El que se corresponde con la villanía de ir disfrazado de enemigo (para un hijo y nieto de veratos, los murcianos lo eran, por aquello del pimentón) y la de tener que entrar en el antiguo manicomio de Plasencia, un sitio a todas luces terrorífico, porque en uno de sus talleres me hicieron los enfermos (por mediación de una tía que trabajaba allí) las alpargatas. No fueron los únicos disgustos que me depararon aquellos lejanos festejos en los que, vaya usted a saber por qué, siempre se ven involucrados los tímidos.

Como maestro de escuela, me ha tocado también organizar algún que otro sarao. La sabia memoria selectiva me impide, no obstante, recordar específicamente ninguno. Siento, eso sí, entre la desmemoria y el olvido un vago desasosiego que pone en evidencia que la larga brega con los muchachos, los interminables preparativos, las tensas reuniones con las madres a propósito de los trajes que sus hijos iban a vestir y de los papeles que éstos iban a representar, acabaron con las consabidas consecuencias: descontrol general entre despistes varios.

Da igual. No hay más que ver el arrobo con que miran los padres, la baba que se les cae a los abuelos, la emoción contenida que flota en el ambiente (que a veces se desborda en forma de delicadas lágrimas furtivas), el interés que ponen los maestros para dar cumplimiento al programa previsto, los pertrechos técnicos que todos utilizan con el fin de fijar en la memoria ese histórico momento, para comprender lo poco que importa que el baile salga bien o la canción parezca la que grita el cantante de moda. Una fiesta escolar es otra cosa. Por eso, después de decir a mi mujer lo que le dije, no pude por menos que constatar con tristeza una evidencia: que con la actuación del año que viene una etapa de nuestra vida iba a cerrarse. Quizá la más feliz. Sin hijos en el colegio, nuestra estirada juventud (un anómalo signo de los tiempos), sufrirá un serio revés. De los más graves. Sólo nos quedará entonces esperar a que, con un poco de suerte, una tarde calurosa del mes de mayo un nieto o una nieta se eche un baile y nosotros podamos asistir al espectáculo convenientemente embobados. Será el momento de recordar lo rápido que ha pasado todo. Que fue ayer cuando uno recitaba su poesía. Ayer cuando los niños bailaban con deliciosa torpeza. Ayer, en fin, cuando la vida se mostraba en todo su esplendor, bajo el disfraz humilde de una fiesta escolar, y que ese ayer pasó y no volverá nunca.

*Escritor