Dramaturgo

Cada vez que se acaba el año y se dispone a empezar otro, pasa lo mismo: hacemos votos, promesas, reflexionamos, nos cargamos de buenas intenciones y nos atragantamos con las horribles y ásperas uvas que no son de la ira pero les falta poco. Los seres humanos somos dados a tropezar dos veces (y doscientas) en la misma piedra y como llevamos dos mil tres años tropezando, ya me dirán.

Por muchos Papás Noeles, belenes, Reyes Magos y uvas que pongamos en nuestras vidas, siempre acabamos el año con esa sensación de culpa que llevamos encima. Yo no sé cómo acaban los años los aimaras y esas tribus de pinganillos al aire que habitan el Amazonas, pero supongo que no estarán muy alejados de nosotros, salvo los que falten por bautizar (que suelen ser los que llevan el pinganillo al aire todo el rato) que carecen de sentimiento de culpa y el infierno es para ellos una gripe contagiada por el misionero que quiere taparles los pinganillos.

¿No les parece idiota esta costumbre? La de ponerle coto al desparrame de cara al inicio de un año nuevo. A mí empieza a parecerme una gilipollez como un templo eso de dejar de fumar porque empieza el año, dejar de comer panceta porque se inicia el 2003 y ser mejores porque estrenamos calendario. Hay que dejar de fumar porque el tabaco mata (en fin de año y en septiembre), hay que comer menos panceta porque el colesterol nos tapona las arterias), y hay que ser mejores con calendario nuevo o calendario usado.

En todo caso, debemos festejar con otras miras: el que fuma (que hace mal) que se meta un Romeo y Julieta, el que coma panceta que exprima un jamón de bellota, y el que es malo que se atragante con las uvas. Y a todos, feliz 2003.