Junio ha sido siempre para los estudiantes un mes antipático y cansino. Pródigo en un calor indolente y pegajoso, con reminiscencias a calificaciones, a insomnio y a juicio final. Toda la magia estudiantil pierde en este mes su significado. Pero este junio cuenta además con el valor añadido de las elecciones, que son una especie de reválida por la que, de cuando en cuando, han de pasar los políticos y que tenemos que soportar los demás.

Los pájaros de junio son cada vez más madrugadores y suelen entregarse con ensordecedor entusiasmo a un griterío histérico desde las primeras horas de la mañana, tanto es así que a veces nos hacen añorar la calma y el silencio de otras épocas. Pero con cada curso que acaba no sólo termina un ciclo, sino que también un montón de proyectos, de esperanzas y de ilusiones van muriendo con él. Cerramos las ventanas de la imaginación al polen de la realidad, para evitar que la contaminación nos haga la vida más irrespirable.

En junio se cuantifican los datos del fracaso escolar, esa pesadilla de la posmodernidad cibernética que algunos políticos pretenden enterrar ahora bajo una montaña de euros, premiando con becas a los que han tenido éxito en sus estudios y con subvenciones a los que han fracasado, para evitar ese desistimiento que empieza a hacer mella entre los que son presa fácil de la frustración y del abandono, pasando así a engrosar una doble lista: la del fracaso escolar y la del paro.

Pero también llega junio con su deje de nostalgia, es el junio de los discursos, de las despedidas, de los finales de etapa. En él nos aguarda una Pilar Galán que, con los ojos empañados por la ternura, regresa a los escenarios de su infancia, con el encargo de cerrar una página más de su círculo vital, cumpliendo así el sueño de amadrinar a un grupo de bachilleres del mismo instituto donde ella, no hace tantos años, estudió y donde su padre fue director. Pilar, además de su fascinación por la literatura, nos dejó la imagen remozada de una escritora a la que la fotografía de el Periódico Extremadura no le hace ni remotamente justicia.

Junio representa la imagen de dos trenes que convergen en un mismo destino, el de los que aguardan en el andén el momento de subir, vía oposiciones, y el de los que aspiran a bajarse merced a la jubilación, como es el caso de Vicente Mirón , un maestro ecléctico y un historiador en ciernes, al que conocí hace años y al que últimamente le han entrado unas prisas obsesivas por retirarse, a pesar de que aún le queda mucho magisterio en la recámara.

Pero con todo, junio es el preludio de un verano compartido y disperso, un río evanescente que transcurre con bostezante lentitud, un caballo de mirada ausente, perseguido por la misma locura transitoria a la que estamos sometidos todos, pero ajeno a las servidumbres, a las contradicciones y a las neuras que también nos suelen acompañar.