La publicación, ayer, de unas fotos del ambiente que se respira en la fastusosa mansión de Silvio Berlusconi en la Costa Esmeralda es, por si faltaba, la prueba determinante de la promiscua mezcla de lo público y lo privado que caracteriza al primer ministro italiano. No por el tono erótico-festivo de las imágenes, sino porque las mismas son el reflejo de la concepción que de la política tiene Il Cavaliere. Berlusconi es libre de alojar y agasajar en Villa Certosa a quien quiera, pero en ningún caso eso puede costar un euro al erario. Porque el uso indebido de los recursos públicos, y no los asuntos de moral, es lo que sonroja en el asunto. El dirigente italiano hizo aprobar el año pasado una ley por la que se ampliaba con enorme laxitud el círculo de personas que podían usar vuelos de Estado y, por tanto, ser trasladadas en aviones militares. Esas personas, entre otras, son las que aparecen en las imágenes lúdicas sardas, según varios testigos. Dada la contumaz afición de Berlusconi a organizar en sus aposentos fiestas con azafatas, bailarinas y presentadoras de televisión traídas expresamente de toda Italia, el coste que para los ciudadanos tienen las costumbres de su primer ministro no debe ser despreciable, aunque el problema no reside tanto en el importe económico de esas veleidades como en el desprecio que suponen del correcto ejercicio del poder.