WLw a estancia en La Habana de Dominique Mamberti, secretario de Relaciones Exteriores del Vaticano, pone los vínculos de la isla con la Iglesia en el camino insinuado en 1998 por Juan Pablo II cuando fue huésped de Fidel Castro: influencia sin interferencia en los asuntos internos del régimen. Se trata de un ejercicio de realismo muy apegado a la tradición de la diplomacia vaticana que, en este caso, hace de la necesidad virtud al dar por bueno el silencio sobre la orientación de la gerontocracia castrista si, a cambio, es posible aliviar la penosa situación de los presos políticos.

Contra lo que pueda parecer, el arraigo de la Iglesia y la influencia política y social de la que gozan sus ministros es considerable gracias a la habilidad que ha tenido el Vaticano en desdeñar la crítica si es posible obtener resultados. En una situación económica próxima a la parálisis, y con la tentación lógica de la dictadura de apelar a las esencias para neutralizar el descontento, el sesgo dado por Mamberti a su misión en Cuba no puede ser otro. La liberación de un preso, el acercamiento de otros a sus familias y, quizá, la mejora general en las condiciones de reclusión de los disidentes serían objetivos inalcanzables si las digresiones ideológicas anduvieran por delante del sentido de la oportunidad. De ahí que resulte francamente chocante, por no decir lamentablemente desacertada, la obstinación conservadora en el acoso y derribo del castrismo. Porque frente a la grandilocuencia estéril de esta vía retórica, la de los funcionarios vaticanos resulta un ejemplo de ´finezza´.