Ha llegado a mí por extraños vericuetos la foto que Santiago Rodríguez, fotógrafo extremeño, publicó en el Periódico Extremadura a finales de los ochenta de un, por entonces, joven forense. Tenía el tal forense treinta años, el flequillo aún indómito y el maletín de trocear (a mano) a mano. Puesto a pensar, pienso en si existe, o debiera existir, una edad mínima para ejercer tal profesión; treinta se me antojan pocos. No sé si lo dijo Cervantes en el Quijote, la Galatea o el Persiles, pero hay gustos que merecen palos, y/o para ser árbitro de fútbol hay que tener la tapa de la culata desabrochada. Árbitro no he sido, he presidido corridas de toros, y bien puedo asegurar que es otro palo que merece palos, al menos, cuando se hace por amor al arte. «Si mencionan a la abuela no intervengas», le descerrajó Don Felipe Benicio Albarrán Vargas-Zúñiga a su sobrino cuando se despedía de él, camino del torreón desde donde pomposamente se presiden las corridas en Barcarrota. No olvidaré jamás aquellas palabras proféticas. Torero, por cierto, es otra profesión en la que para ser alguien, para ser artista, para tener tauromaquia propia, hay que estar algo averiado. Ponce aparte, por supuesto. Es evidente que el Greco alguna tara tendría porque, de otro modo, no hubiera alcanzado tamaña genialidad. Picasso, Dalí, Morante,… Fernández Vara. Puede que haya forenses a la desesperada, pero cuando hay vocación, los presumo sospechosos. Es verdad que luego, en el toro y en el bisturí, las más de las veces, el oficio le toma las riendas a la chaladura. Dicho sea con perdón y en estrictos términos de defensa.

«Tengo para mí, amigo Sancho, en esta cómoda intemperie en la que vivo, que no todo es porfía, que hay más verdad a la luz de un fogonazo de magnesio que a la sombra de cien sabios». También lo dijo Cervantes. O tampoco. Creo que no, pero se non è vero, è ben trovato. Curiosa estampita la del joven forense. La camilla como para inspecciones vaginales, la papelera de cuando Ramón y Cajal servía en Cuba, el maletín de antes de Leroy, el alicatado de carnicería en calle de tercera y la cara de pasmo del muchacho. Todo pulcro, pero algo destartalado y frío. No me extraña que huyera a la política. No se enfadará el presidente por estas mis palabras. Nada agrada tanto como el que hablen del que hemos sido, del que ya no somos, del que pudimos ser, porque así, compartido el recuerdo, medio sobrevivimos a la muerte del día a día. El destino, que es volatinero, nos ha devuelto de matute su foto. Un fogonazo de magnesio repleto de santa inocencia.

Yo quisiera ser rey mago, como Jorge, el zapatero de mi barrio. Cualquier otra profesión, cargo o tarea me resulta menuda comparada con la de rey mago en la cabalgata del pueblo propio. Las muchas virtudes que atesora Jorge le han sido premiadas por el Altísimo (y el ayuntamiento) con un puesto fijo de Baltasar. Es cierto que venía dotado de serie para el empleo, aunque, según tengo entendido, no siempre Baltasar fuera negro. Yo, con tal de ser mago, me pinto de negro. Blanquinegro, a ser posible. Lo normal es querer ser rey mago, no político, salvo que haya merma o tara. Y sin embargo, Guillermo Fernández Vara ha nacido para la brega del cargo que ocupa (o similar). «Señora, ha tenido usted un presidente», bien pudieran haberle dicho a su madre en el parto. De otro modo hubiera abandonado el ring cuando Monago le tumbó. O cuando Sánchez le volvió a tumbar. En la primera ocasión le hubiéramos sacado a hombros. En la segunda, aún hubiera oído aplausos.

En esta vida no pasamos de meros aficionados. Quizá por eso no convenga aferrarse a las chifladuras de colores. Ni presidente en los toros, ni árbitro en el fútbol, ni político en espiral,… yo quiero ser rey mago, como Jorge.