WAw lgo marcha mal en las relaciones de Rusia con Occidente. Hace una semana, la visita a Moscú de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, acabó con una catarata de recriminaciones recíprocas con fondo de misiles, dada la indignada reacción rusa ante los planes estadounidenses de instalar una base de su escudo galáctico y sus correspondientes radares en Polonia y República Checa. El pasado viernes, en Samara, la cumbre entre la UE y Rusia, destinada a establecer las bases de una nueva asociación estratégica, degeneró en un agrio intercambio de agravios y veladas amenazas. Quizá exageran los observadores que auguran una nueva guerra fría, pero resulta evidente que la reconciliación y el optimismo que siguieron a la liquidación de la URSS en diciembre de 1991 han sido reemplazados por la desconfianza y la hostilidad. La desaparición política del alemán Schröder y el francés Chirac, grandes valedores del presidente Vladímir Putin, lleva la discordia hasta la disputa pública y la crispación. Europeos y rusos discrepan sobre todos los asuntos urgentes. Los europeos están obligados a reprochar a Putin su desenvoltura sobre los derechos humanos, pero deberían ser cuidadosos para no herir el patriotismo ruso con vejaciones innecesarias. El sueño de una Europa del Atlántico a los Urales es necesario para ambas partes y, sobre todo, para erradicar las tentaciones autoritarias y xenófobas de unos rusos ofendidos. La casa común europea no debería terminar en un fracaso común.