La gran complejidad de la democracia proviene de que se basa en algo meramente imaginario. El «pueblo» español que expresa la «voluntad popular», tal y como se define en los artículos 1 y 6 de la Constitución, es la pareja mágica de ideas que funcionan a modo de clave de bóveda de la democracia. Si se analiza con detenimiento el edificio jurídico construido sobre ese primer ladrillo, se comprobará lo difícil que resulta sostener un sistema sobre algo tan intangible.

Definir «pueblo» es ya un ejercicio que obliga a dejarse la vista en decenas de volúmenes de teoría política y pronunciamientos de las organizaciones internacionales, sin que el empeño tenga el éxito asegurado, en cuanto que contiene un componente emocional difícil de embridar (¿Se puede considerar parte del «pueblo» a quien no quiere considerarse?).

Pero mucho más complicado, casi ilusorio, es definir la «voluntad popular». La Constitución Española hace un intento digno de elogio pero definitivamente voluntarista al decir en su artículo 6: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular [...]». Es a este débil agarradero donde nos colgamos sobre el aire para intentar averiguar lo que la «voluntad popular» quiere en cada momento. De forma casi siempre infructuosa: las personas tienen voluntad, clara y contundentemente expresada, pero... ¿los «pueblos»?

El bloqueo político que ha experimentado España durante casi un año tiene mucho que ver con esto. Para el PP la voluntad popular había dicho que tenía que gobernar la lista más votada, aunque no es eso lo que dice la Constitución. Para Podemos, que debía haber un gobierno de cambio, aunque para ello hubiera que contar con fuerzas que no eran de cambio. Para Ciudadanos y una parte del PSOE, que los españoles no querían volver a votar y había que desbloquear la situación a toda costa. Para otra parte del PSOE, que el PP no debía volver a gobernar. Para los nacionalistas --no solo para ellos-- que el sistema político instaurado en 1978 se ha finiquitado.

Como ven, la «voluntad popular», como todo lo etéreo, como todo lo imaginario, como todo aquello que no puede definirse con claridad ni en un papel ni en una idea ni siquiera en una imagen, acaba siendo materia moldeable en manos de quien maneja el concepto. ¿Qué significa que el primer ladrillo de la democracia, la idea sobre la que se sustenta todo nuestro edificio jurídico y político, se convierta en plastilina en nuestras manos? Evidente: que la democracia es frágil, frágil por estar compuesta de la materia de la que están compuestos los sueños.

Los cambios sociopolíticos que se han desencadenado tras el crack económico de 2008 han abierto debates muy profundos: la crisis de representación de la clase política, el procedimiento de elección de cargos públicos, la limitación de mandatos, la posibilidad de establecer procesos revocatorios, y un largo etcétera. Pero el debate pendiente, la madre de todos los debates, está al caer: sobre el límite y alcance de la democracia misma.

Nunca antes, en más de dos siglos, había llegado a la presidencia de Estados Unidos alguien como Donald Trump. Nunca antes, desde el nacimiento de la democracia en España, han sido cuatro grandes partidos los que representan la voluntad de los españoles. Nunca antes, después de sesenta años, se había cuestionado la continuidad de la Unión Europea. Nunca antes habían pasado muchas cosas que están pasando, por un pequeño detalle en el que no han caído nuestras torpes y complacientes élites: no pasa nada, hasta que pasa.

No sé si será tarde para cuando se den cuenta, pero la democracia liberal occidental debe cambiar, y no parcialmente, sino estructuralmente, como sistema. Es necesario abrir un debate tan amplio que en las democracias menos consolidadas --la española, entre ellas-- sería idóneo un proceso constituyente que de momento pocas voces demandamos, pero que se acabará haciendo inevitable.

En todo caso, si se toma la vía intermedia de un paquete de grandes reformas constitucionales, uno de los temas que habría que abordar es una mayor y mejor definición de la «voluntad popular» como piedra de toque del sistema democrático. Algunos, los más conservadores, quieren establecer que sea el partido más votado el intérprete único de esa voluntad, aunque sea por un voto y con una representación de menos del 30% de la ciudadanía. No es el camino. La «voluntad popular» debe ser un concepto flexible y anclado en el parlamentarismo, apuntalado con un mayor recurso a la democracia directa y necesitado de un refuerzo conceptual que impida al mismo tiempo el bloqueo político y la completa arbitrariedad en su interpretación.

*Licenciado en Ciencias de la Información.