TLta crisis en la que estamos inmersos ha provocado un aluvión de reacciones desde los gobiernos y partidos políticos, encaminado a plantar cara de manera acuciante a las dificultades, fundamentalmente porque existe una evidente alarma social que demanda y exige cierto paternalismo institucional ante las cifras del desempleo, la subida de precios, el desplome de la construcción, la caída de la bolsa y el resto de consecuencias que ya comienzan a aflorar con mayor contundencia, y que preocupan seriamente a quienes tienen la responsabilidad de poner orden y regular la situación. A los efectos secundarios previsibles en este contexto, se suman otros con los que no se contaba, y eso conlleva cierta ansiedad que deriva en algunos errores de cálculo que generan mucha desconfianza en la ciudadanía, y hacen que posiblemente se magnifiquen en exceso los síntomas, aunque es obvio que quienes más están sufriendo las consecuencias son precisamente las economías más débiles, y parece lógico que la prioridad de cualquier gobierno de izquierdas deba ser el sostenimiento de estas.

Las medidas anticrisis no han dejado de ponerse en marcha, con mayor o menor acierto, a diferentes niveles gubernamentales (administraciones, partidos políticos, bancos centrales, organizaciones sociales-). La situación es tan compleja que no existe la pócima adecuada, ni siquiera la garantía de que las medidas puestas ya en marcha sean las más adecuadas y que en todos los casos sirvan para paliar sus efectos. Parece que la eficacia para frenar las dificultades que acompañan a esta situación --no olvidemos globalizada-- pasa más bien por establecer un compromiso genérico, articular alianzas estratégicas sectoriales e incluso por coordinar acciones conjuntas desde los diferentes gobiernos. Ante este escenario de incertidumbre cabe reflexionar sobre la idoneidad del modelo económico, su fragilidad y sobre los desequilibrios sociales que genera, cuyas consecuencias sufren especialmente los más vulnerables.