Abogada

No hay duda de que la televisión es una especie de caja del ocio. Eso de que la tele enseña y educa va dejando paso al espectáculo del chismorreo y el morbo. La parrilla empieza a poblarse de grandes intelectuales de la cosa mundana, capaz de destripar las entrañas de vivos y muertos. Y mientras esta mutación se produce, las franjas horarias --salvavidas de las inquietudes colectivas-- se difuminan bajo el concepto de todo vale, porque es barato, porque lo pide la opinión pública y porque insultar es el deporte nacional. No es raro, por tanto, que un niño te pregunte acerca de cualquier personajillo popular y desconozca todo acerca de referentes históricos y sociales.

Es esencial, por otro lado, insistir en el respeto a la libertad de expresión, y de creación a difundir contenidos televisivos de toda índole; pero, ¿todo vale?, desde la imagen impune del cadáver o de la guerra encarnizada, hasta el insulto gratuito a personas, despreciando cualquier posición respetuosa hacia conceptos como la tolerancia y la solidaridad. Desde hace tiempo se viene hablando de la autorregulación de los propios medios de comunicación, quizá como una fórmula de lo más democrática, pero poco efectiva hasta ahora. El problema se agrava, especialmente, respecto al tema del horario en que teóricamente ven la televisión el público infantil y juvenil. Este se ha esfumado a favor de la prensa del desazonado corazón , aquélla cuya misión es la de destacar lo malo y lo peor de los personajes famosos.

De esta manera la sobremesa la hemos ampliado hasta la hora nocturna; la coartada perfecta que nos permite la total impunidad.