WTwreinta años después de su muerte, la figura de Francisco Franco es un capítulo en los libros de historia para los millones de españoles que nacieron después de 1975. La mayoría ve al dictador como el símbolo de una España negativa, que ha dejado de existir y no debe volver, demasiado lejana para que su recuerdo produzca más rechazo que indiferencia. Aunque, gracias a los esfuerzos por mantener la memoria histórica, este país está vacunado del riesgo de olvidar el precio que pagó por tres años de guerra y más de 36 de dictadura.

La sociedad española ha decidido extirpar el franquismo de su vida cotidiana y de sus debates. En cambio, es sorprendente hasta qué punto la impronta de aquel régimen impregna aún la vida pública española. No se trata sólo de que los políticos revivan el pasado para denunciarlo, echárselo a la cara o negarlo. Lo más grave es que gran parte de la derecha política y social siga teniendo en el franquismo su referente ideológico y sentimental. Que aspire al mantenimiento de privilegios, que recupere una retórica agresiva y de confronta ción civil, que reviva prejuicios y sienta nostalgia de un Estado uniforme y de un estilo de gobierno autoritario.