A más actividad, más accidentes laborales y más vidas segadas de la forma más absurda e injusta. Esta ecuación --más trabajo, más accidentes-- no debería estarse dando en un entorno de economía y legislación avanzadas como es el nuestro, pero así ha ocurrido: a medida que se empezaba a salir de la crisis, las cifras de siniestralidad laboral repuntaban. Y quizá con más virulencia que antes, pues el actual entorno laboral es demasiado inestable para los trabajadores como para que sean eficaces las medidas de formación y prevención.

La precariedad no es precisamente el mejor aliado de la seguridad, y Extremadura, como el resto de España, paga las consecuencias con 10 extremeños fallecidos en el trabajo, cifra registrada entre noviembre de 2016 y octubre de 2017 por el Ministerio de Empleo y Seguridad Social. A estas víctimas se suman los 3.718 trabajadores que sufrieron accidentes laborales no mortales en un año y que estuvieron de baja. El incremento incluye los accidentes in itinere y un factor que se ha disparado desde el año 2012, en que se aprobó la reforma laboral: el de los ictus e infartos ocasionados por el estrés.

Es normal que en estas circunstancias actúen las administraciones en aras de alcanzar la siniestralidad laboral cero, de dudosa posibilidad, pero, al menos, de mitigar esas muertes que rayan en lo absurdo por producirse en condiciones de absoluta desprotección y falta de formación del trabajador. Ahí no se trata solo de buena voluntad y de facilitar medios, sino de una inspección que actúe con el máximo rigor. Es bueno que haya consenso entre las partes, y que tanto administraciones como empresarios y sindicatos se muestren dispuestos a esforzarse en este empeño.