Ha empezado el curso escolar. Unos 8,5 millones de alumnos van a clase. Casi 700.000 educadores de todas las categorías se disponen a inaugurar esa frágil celebración de la enseñanza. La trascendencia de ese encuentro cara a cara entre niños, jóvenes y adultos suele pasar inadvertida. Esta es la ceremonia civil más importante con que cuentan las sociedades democráticas para integrar y adaptar a quienes llaman a sus puertas. Casi la única que nos queda. La escuela es el gran federador de conciencias, de inteligencias y de cohesión social. Sin su labor es imposible la continuidad y el cambio de la sociedad, sus valores e instituciones. Si la educación va mal, la sociedad también. Y viceversa.

La Constitución de 1978 dice que "la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales ". No es posible mayor ambición y concisión. Ahí están los dos ámbitos complementarios de la educación. De una parte, el desarrollo de la inteligencia, la sensibilidad y el conocimiento; de otra, la fundación del ciudadano. Intelecto y convivencia. Pero, ¿puede la escuela, con su ideología pedagógica y sus normas actuales, cumplir los viejos objetivos ideales de la Ilustración? Con crecientes dificultades, pese al esfuerzo de miles de docentes progresistas que, por encima de las leyes de educación, defienden la importancia social de la escuela pública y sus armas: equidad, esfuerzo y disciplina. Dejando a un lado los aspectos relativos al desarrollo intelectual, quiero centrarme aquí en ese otro gran objetivo constitucional, la educación para la convivencia, y en la nueva materia que se impartirá este curso: la educación cívica. En Europa, la formación para la ciudadanía democrática está extendida en los sistemas educativos desde hace años. Se puede discutir cuáles han de ser sus contenidos y métodos, pero no parece que se puedan sostener, de buena fe, argumentos de principio en su contra. Eso sí, con la reiterada salvedad de las opiniones de cierta parte de la jerarquía eclesiástica --con el aguerrido arzobispo Rouco Varela al frente--, que no solo la estima inapropiada y adoctrinadora, sino que incluso la ha tachado de inconstitucional.

XTODOS LOSx ciudadanos, además del innegable derecho a su particular moralidad privada, tienen el de acceder a los principios de una ética civil. Este es uno de los objetivos esenciales de la educación pública y laica en un Estado de derecho. Los que serán ciudadanos de pleno derecho tienen, pues, el deber de experimentar y poner en práctica los valores y virtudes que damos por comunes. Un conjunto de virtudes sociales en las que se fundamentarán, si se llegan a asimilar con madurez, los hábitos cívicos más elementales.

La necesidad de la educación para la ciudadanía puede argumentarse desde dos puntos de vista complementarios. Como estímulo y como contención. Educar no solo es asentir y estimular: también decir no, saber, por así decirlo, reprimir. Estímulo para educar en determinados valores y virtudes sociales y en el conocimiento de las instituciones colectivas y sus procedimientos; represión de las conductas escolares contrarias a ellas, a veces mero reflejo de los valores y objetivos dominantes en la sociedad. Conductas que ganan terreno ante la desorientación de cierta progresía pedagógica y administrativa. El aspecto menos habitual, este de su valor de contención: toda la energía del alumnado, su potencial de creatividad, debe ser encauzada dentro de los valores y formas institucionales de nuestras sociedades democráticas. El funcionamiento diario de los centros escolares debería ser lugar privilegiado para la experiencia de estos valores. Y demasiado a menudo cada centro es una isla, y el profesorado naufraga en su problemática inmediata y en la marea reformista y normativa que le cae de lo alto. El que educa es, a la postre, el que está a pie de aula. La sociedad, con la educación, ratifica sobre todo el deber de las nuevas generaciones de conocer y respetar los valores y los usos democráticos. Construir ciudadanos, no solo consumidores. La educación cívica es uno de los escasos procedimientos de defensa de la sociedad adulta frente a la fuerza y desafío de los jóvenes, que, como se constata a diario, pueden ser destructivos y asociales.

En suma: debemos educar a los ciudadanos tanto para hacerlos solidarios y demócratas como para que no se conviertan en todolo contrario. El discurso pedagógico dominante, sesgado por un vago permisivismo igualitarista y centrado en la diferencia, suele poner el énfasis solo en una cara de la moneda: los derechos sin los deberes. Este es el corazón del debate educativo que en nuestro país aún está por hacer, sin prejuicios ni intereses corporativos. Falta sentido común y sobran tópicos ideológicos, tanto en la administración educativa como en algunos sectores del profesorado y de sus directivos. La educación cívica puede ser el detonante de este aplazado debate. Se inaugura el curso.

*Periodista