Licenciado en Filología

Si su hijo quiere alquilar un piso en Londres, átese los machos. La agencia le exigirá un protocolo de garantías casi interminable: no vale que su hijo sea profesor en una de las universidades más prestigiosas de Londres o directivo de una de las más conocidas empresas multinacionales. Necesita un aval del padre y otro de la madre y hasta de un familiar en segundo grado, datos que serán comprobados pormenorizadamente. Tal exceso de garantías contrasta con las pocas que se requieren en este país a delincuentes convictos, psicópatas peligrosos, esquizofrénicos de libro o peligrosos alcohólicos, que campan alegremente por nuestros pueblos, sin vigilancia ni seguimiento que les obligue a una vida normalizada en comunidad. Sólo cuando aparecen nuestras hijas asesinadas salta la alarma ante la desprotección y la inseguridad.

Si bien es cierto que alguien debiera responder de las madrigueras de delincuentes y mafiosos consentidas en la lustrosa Costa del Sol, y de los clamorosos olvidos y negligencias policiales, no habría que caer en la tentación de limitar la conquista de la libre circulación de los ciudadanos: es sabido que quien sacrifica la libertad por la seguridad pierde aquélla y ésta, pero seguramente habría que complementar las medidas de control sobre las personas controvertidas y complementar así el Tratado de Schengen, al que por cierto no se acogió el Reino Unido, a la vez que restringir las políticas laxas que dan halagadora acogida a la indiscriminada llegada del dinero negro y con él, a mano de obra dispuesta a cualquier trabajo sucio.

Es viejo el dicho de Disraeli: por un lado están los derechos de los ingleses y luego los derechos de los hombres. Pues en esas seguimos: allí para alquilar un piso hay que dar todas las garantías, aquí para que se instale un insensato anglosajón y dé rienda suelta a sus asesinas paranoias, no se necesita ninguna ¡Algo falla!