TBtolivia es, simultáneamente, uno de los países más ricos del mundo y uno de los países más pobres de la tierra. Sus yacimientos de hidrocarburos rinden, en un mundo de total dependencia hacia ellos, enormes beneficios, pero esos beneficios no repercuten en los bolivianos, sus dueños legítimos, porque se los embolsan las multinacionales del sector radicadas en su suelo y los pocos bolivianos pertenecientes a la casta que desde antiguo han dominado el país y que se ha enriquecido ominosamente intermediando para las empresas extranjeras, a quienes otorgaron a cambio de jugosas comisiones y mordidas la explotación de la riqueza nacional. Lógicamente, el más elemental sentido del decoro y de la justicia, así como el indiscutible principio político de la soberanía nacional, avalan la decisión del gobierno de don Evo Morales de nacionalizar esa riqueza, esto es, de rescatarla y regresarla al pueblo para su disfrute, su elevación y su bienestar.

La derecha dineraria internacional, que muy a menudo no ama a otra patria que no sea la de los dividendos, se ha alarmado extraordinariamente ante el decreto nacionalizador del presidente Morales, un decreto, por lo demás, que simplemente limita los beneficios de las multinacionales dentro de la lógica y la equidad que deben regir las leyes de la economía y del mercado internacionales. Se trata de renegociar las condiciones de explotación y comercialización de los yacimientos para conseguir que su propietarios ancestrales, los bolivianos que además constituyen la mano de obra, se beneficien de aquello que hasta hoy iba a parar, casi íntegro y sin detenerse en Bolivia, a las cuentas corrientes de los magnates extranjeros. Claro que tan benéfica y saludable determinación ha colocado una diana en el pecho del presidente Morales, pues las cavernas del dinero no asimilan que un indio y un pueblo determinados a vivir en democracia reivindiquen su dignidad.

*Periodista