Decía Marx que la historia se repite, primero como tragedia, y después como farsa. El momento más horrible de la historia europea está asociado con las cámaras de gas y los experimentos que realizaron científicos alemanes con los prisioneros de los campos de concentración. Estos días hemos sabido que en la clínica universitaria de Aachen (Aquisgrán) se llevaron a cabo experimentos financiados por Volkswagen, BMW y Mercedes-Benz donde, primero a monos, y luego a personas, se les hacía inhalar gases en un cuarto cerrado, para demostrar que las emisiones de los motores diésel no son tan nocivas como dicen. Como con el escándalo de la falsificación de las emisiones, es probable que estos fabricantes se marchen de rositas. No en vano la industria automovilística da trabajo a casi un millón de personas en Alemania, país líder en Europa con seis millones de coches fabricados al año, y eso que sus marcas han deslocalizado parte de su producción, desde Eslovaquia a México, pasando por España. Hacer tragar a alguien humos tóxicos, aunque se le pague por ello, muestra una mentalidad en la que la salud de una persona no es sagrada, y se puede comprar, sobre todo si es un pobre parado o un inmigrante sin recursos.

Hay algo inhumano y perverso en el fondo del carácter alemán. La primera frase de la constitución alemana, que proclama que «la dignidad de la persona es intocable» ha sido pisoteada una y otra vez, sobre todo tratándose de no alemanes. El tópico de que los alemanes son cuadrados, como la mayoría de los tópicos, se basa en los hechos. Me contaba mi padre que los emigrantes extremeños que volvían de Alemania decían que «allí todo lo hace la máquina» y en parte los alemanes también tienen algo de máquinas: obedientes, efectivos, sin perder el tiempo como, según ellos, hacemos los sureños. Han logrado tener la sartén por el mango desde hace tiempo, y hacernos creer que el made in Germany es mejor por definición, o que la Reforma fue buena y la Contrarreforma fue mala, cuando Lutero (al que se le dedicó un curso de verano el año pasado en Cáceres) fue un fanático, antisemita y sanguinario, cuyos discursos sirvieron muy bien a los nazis. La cultura alemana ha tenido siempre una peligrosa tendencia hacia el absoluto, y un descuido culpable hacia el cuidado de la vida humana y el placer: no hay más que comparar la exquisita cocina francesa con la tosca comida germana, o la riquísima literatura erótica francesa con la casi inexistencia de tal cosa entre los teutones (cuando se lo comenté al lector de alemán en Cáceres se quedó perplejo, dándome la razón). Los mejores románticos alemanes, como Hölderlin y Heine, advirtieron de ese fondo tenebroso del alma alemana. Uno acabó loco, y el otro en el exilio. Pero para bien o para mal, Alemania es la locomotora de Europa, y conviene que siga reprimiendo sus demonios, pues el día que éstos salgan a la luz, Europa estallará, como ya ocurrió en las dos guerras mundiales provocadas por la ambición alemana. De momento, la futura gran coalición, celebrada por Macron y los panolis de Bruselas, es lo peor que podría pasar a Alemania y, por ello, a Europa. Si Merkel se sale con la suya, el principal partido de la oposición será Alternativa para Alemania, un partido con una retórica heredada de los nazis, solo que cambiando antisemitismo por islamofobia.