TLta mujer de los gatos tiene una voz dulce y peina moño. No le importan el calor ni la lluvia. La mujer de los gatos acarrea latas llenas de arroz y botellas cortadas al medio con agua. Y llama a los gatos con su voz dulce. Llama a cada uno (y son cientos) por su nombre, por sus nombres de gatos. La mujer de los gatos espera paciente a que los felinos venzan su timidez y peguen los hocicos en las delicadezas culinarias que ella les ofrece. Los gatos salen de uno en uno con esos andares que muestran su desconfianza hacia el mundo de los humanos que desprecian con tanta elegancia. Y comen mirando a la mujer. Y se van cuando están satisfechos, sin despedirse.

La mujer de los gatos podía pensar que antes de llegar a ser un personaje literario, es preferible que se cuestione el destino cruel de esos mininos y lea textos de economía demográfica. Porque está llenando el barrio de gatos gordos, de gatos perezosos e incapaces de cazar una mosca, de gatos que cuando ella no esté, camparán por las calles maullando y buscando las latas de arroz y los botes de agua. E irán muriendo de forma dolorosa, sin comprender por qué este mundo trae unas veces a mujeres de voz dulce con comidas delicadas y luego, cuando menos te lo esperas, te presenta una realidad dura de cemento vacío, de calles sin raspas y de dolor de estómago.

La mujer de los gatos ignora que sus comidas potencian sexualmente a los gatos y que cuando ella no está, cuando se esconden entre los arbustos de la parroquia, se dedican a un forniqueo salvaje porque no tienen otra cosa que hacer. Y no conocen los anticonceptivos.

La mujer de los gatos, como muchos personajes literarios, no ha leído a Marx, ni a Orwell.

*Dramaturgo