Hace cinco años, la verja de Melilla fue escenario de un intento desesperado de saltarla por parte de varios cientos de subsaharianos que aspiraban a un poco de futuro en Europa. Estaban hartos de esperar en condiciones indignas, una ocasión oportuna para cruzar el paso y cansados del acoso al que les sometían las fuerzas de seguridad marroquís. El uso de armas de fuego por parte de dichas fuerzas puso fin a aquel intento que se saldó con 15 muertos y más de un centenar de heridos. Desde el pasado mes de agosto, Rabat ha vuelto a la mano más que dura contra los subsaharianos, especialmente en ciudades del norte como Nador y Uxda, deportando a grupos de emigrantes y abandonándolos a su suerte en tierra de nadie, en la frontera con Argelia. Esta nueva ofensiva marca un paso atrás en el respeto de los siempre frágiles derechos humanos por parte de Marruecos. Su escaso acatamiento queda de manifiesto ante personas procedentes de países como Congo, que huyen de la violencia política y que han conseguido el estatuto de refugiado por parte del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, un estatuto que en la práctica no es respetado por las autoridades del país magrebí. Marruecos es lugar de paso de los flujos migratorios subsaharianos que aspiran a cruzar el estrecho, como lo es España en su camino hacía el resto de Europa. Desde esta orilla del Mediterráneo no se puede pretender que Rabat haga el papel de gendarme ante la inmigración clandestina ni cerrar los ojos a que lo haga con un puño de hierro.