Apenas habían comenzado la comida en aquel restaurante elegante del centro de la gran ciudad y aún no se habían mirado. Parecían tenerlo casi todo aunque, por un momento, me sorprendió que él fijara los ojos en los cristales y ella en el suelo, en un ejercicio tan propio de cualquiera cuando no aguantamos más. Al menos así fue al inicio del primer plato y hasta el postre cuando volví a fijarme en la misma escena repetida, contagiada quizá por el calor y el cansancio que transmitía la pareja aparentemente perfecta. Aunque valga el tópico de que nada es lo que parece, el escaparate que se presentaba me ayudó a reflexionar sobre las miradas mientras mi mente se distraía con el panorama de bienestar que desprendía el local. En alguna parte leí hace unos días que la felicidad solo existe si es compartida y fue precisamente la imagen de ella y él, tan distanciados pero tan cerca, la que me ayudó a entender que los finales, buenos o malos, mejores o peores, están escritos si de lo que se trata es de explotar. Imagino ahora cuando pasen los meses si ese dúo se habrá tirado los trastos a la cabeza como los indicios de sus ojos parecían indicar ayer o si la vida, sencillamente, les pondrá donde cada uno desee para compartir su alegría con quien les plazca. Lejos de querer aplicar moralinas, y permitiendo que ustedes me concedan el valor de la duda, recordé al salir del restaurante cómo en otros tiempos alguna vez cometí el pecado de perder la mirada, de esconder lo que sentía en un saco muy hondo. Igual que otros amigos que dejaron atrás el lastre que les asfixiaba, que le dijeron al mundo que solo se vive una vez. Igual que ella y él, que parecían tener toda la vida por delante, pero sin el uno con el otro. Como, seguro, nos ha pasado a usted y a mí alguna vez.