Profesor de la Laboral de Cáceres

Este mes está siendo pródigo en noticias. Empezando por el calor, el inmenso calor que hemos sufrido en buena parte de Europa y, desde luego, en Extremadura, donde la persistencia de las inmisericordes temperaturas carecía de antecedentes. Nada que aclarar a quien haya estado aquí en los pasados días, pero son ilustrativos los gráficos que ha publicado la prensa, en los que se ve cómo los termómetros han superado día tras día las medias de varias décadas.

El calor, la falta de lluvia y, sobre todo, las acciones criminales de no se sabe quiénes, si locos o delincuentes, han dado lugar, por otra parte, a incendios forestales como no se recordaban. Nuestros amigos portugueses han visto destruida una buena parte de su inmensa riqueza, en Cataluña han ardido decenas de bosques y aquí, en la provincia de Cáceres, miles de paisanos no se han repuesto aún del dolor causado por las llamas en Valencia de Alcántara, Las Hurdes...

Sin embargo, desde mi punto de vista, la noticia de mayor significado durante los pasados días no ha sido ninguna de las anteriores, por importantes que hayan sido. Sobre el clima poco podemos hacer y hay una especie de resignación de que cuando llueve, toca mojarse y cuando quema el sol, abrasarse; dicho de forma resumida. Y en cuanto a los incendios, es cierto que pueden aumentarse las medidas preventivas, es posible que haya que contar con más medios para extinguirlos tan pronto se declaran, pero parece difícil que algún día lleguen a desaparecer por completo. Por ello digo que estos acontecimientos no han sido los más significativos del estío.

Para mí, lo de más calado ha sido el apagón, el enorme colapso eléctrico producido en los Estados Unidos y Canadá, dos de las naciones más poderosas del planeta. Se discute sobre las causas y se dice que un rayo, un modesto rayo, fue el que originó la catástrofe.

El suceso, como digo, es digno de consideración, más allá de las anécdotas. Es digno de consideración porque, una vez más, se ha puesto de manifiesto que cuanto mayor sea el grado de tecnificación de una sociedad, cuanto más dependamos del engranaje de miles de piezas de vida pareja a su microscópica precisión, más indefensos nos encontraremos y más catastróficas serán las consecuencias de un accidente de los que, aun poco probables, terminan por suceder.

Los Estados Unidos, quién lo duda, son una nación envidiable y no seríamos justos si juzgásemos a la totalidad de sus habitantes por las obras de sus dirigentes. Una buena parte de las comodidades que hoy nos hacen la vida más fácil en nuestra sociedad occidental, de los medicamentos que curan nuestras enfermedades, de la tecnología con la que simplificamos nuestro trabajo, han visto allí la luz. Pero son también un país de inmensas contradicciones. Y no me refiero al mendigo que duerme sobre las aceras de la Quinta Avenida junto a la sofisticada clientela de las joyerías más exclusivas. Me refiero a sucesos como el que comentamos. O a lo sucedido el 11 de septiembre, cuando a un grupo de desesperados les bastaron unas simples navajas para producir la mayor conmoción que aquel país haya sufrido nunca. La gran nación americana es, ciertamente, un gigante. Pero un gigante de pies de barro que, como vemos, puede tambalearse, e incluso caer algún día, si se sabe dónde empujarle. Ojalá que ese día, si llega, no nos pille a su sombra.