Filólogo

Dicen las estadísticas que la mitad de los extremeños somos perezosos, remolones y remisos al tatami y a la espaldera. Pero vas por la calle y un efluvio de sobaquina procedente del gentío que vuelve del gimnasio, te tira para atrás.

--No puedo, tengo gimnasio, te suelta el ama de casa, el adolescente y el cuarentón ante la fiebre de rehabilitar "el material de derribo".

A eso de las ocho de la tarde, si quieres ser de este mundo, has de coger la senda del gimnasio, saludar a las vecinas que van o vienen de machacarse, implacables, el músculo, a cambio de la recompensa que luego va de boca en boca: tiene culo de gimnasio.

Estamos en la cresta y en la cúspide de la glándula sudorípara, en la cultura del sacrificio y de la austeridad por encontrarnos físicamente mejor, buscar una salud más robusta y perseguir el eterno sueño de morir enteramente sanos y jóvenes, que es lo más parecido a no morir.

Y claro, proliferan las naturistas, los masajistas, los orientalistas y los chantajistas, los locales vecinales y parroquiales, particulares y la cultureta sudorífica: la esbeltez, la delgadez, la belleza, el fitness, lo aeróbico, el culturismo, el glúteo moldeado, la cintura perfilada, la reducción de peso, la flexibilidad muscular, la zona media dura. Y es entonces cuando a uno no le queda otra: o caes en una depresión o en el primer gimnasio.

Esta marea alta de cultura del músculo que disfrutamos, superpone el cuerpo de gimnasio a los buches con berzas, al morcón ibérico, al buen vino, a la cerveza y a la siesta. Es, dicen, un fundamento y una condición importante para el desarrollo intelectual y socioafectivo y para el diseño de un modo de vida sana y satisfactoria.

Habrá, entonces, que claudicar y dejarse la piel en el tatami, si uno quiere llegar al cementerio como cadáver cabalmente sano.