Fiel su actividad trepidante, el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, pasó en pocas horas de la diplomacia de los gestos espectaculares en Chad (pero una vez separado el grano de la paja de escasa trascendencia), a la de los principios y las grandes concepciones geoestratégicas. En su discurso ante las dos cámaras del Congreso norteamericano, que fue interrumpido hasta siete veces por los congresistas puestos en pie, Sarkozy no solo compuso un ditirambo de Estados Unidos ("el país que amo", dijo, enfático), de sus valores y sus héroes, de su pasado e incluso de su presente, sino que además, y esto es lo verdadera y políticamente trascendente, sentó las bases de una relación superadora de la agria controversia y el distanciamiento causados por la oposición tenaz del tándem Chirac-Villepin a la guerra de Irak.

Más allá del fulgor de las declaraciones de amor de ayer, el alcance estratégico de la reconciliación entre ambos países está todavía por definir, ya que el presidente francés se adentra en un terreno resbaladizo, políticamente volátil, al poner en entredicho los pilares sobre los que el general De Gaulle, tras sentirse vejado por John Kennedy y el británico Harold McMillan en 1962 a propósito del poder atómico, construyó un edificio diplomático fundado en una celosa independencia nacional cuyos corolarios fueron la ´force de frappe´ nuclear, el puente con Moscú y la retirada militar de la OTAN. Esa estructura, que ha sido parte indispensable de la ´grandeur´, no fue alterada por ningún presidente, incluidos los no estrictamente gaullistas (Giscard d´Estaing y Mitterrand), y sobrevivió al sepelio de la guerra fría.

Sarkozy se está mostrando como el presidente menos gaullista y más proamericano posible, aunque quizá no lo sea hasta el punto de emular a Tony Blair en la sumisión, y ahora vemos cómo Francia disputa a Gran Bretaña el papel de aliado especial de EEUU. El presidente francés coincidió con George Bush en los dos asuntos más candentes del tablero internacional --Irán y Afganistán-- y sugirió que pueden concertarse hasta en Irak, pero se presentó más como socio que como subalterno, sin duda para no escandalizar a amplios sectores de la opinión pública francesa y de su propia mayoría presidencial.

Los efectos de ese viraje histórico tienen que ser digeridos por Francia y concretarse en el futuro a corto y medio plazo, pero ya se observan indicios en la Unión Europea, en el sentido del euroescepticismo, y en la OTAN, al ampliar su ámbito geográfico y modificar su estrategia. Dado el atlantismo que prevalece en Berlín y en todas las capitales del este de Europa, otros países, entre ellos indudablemente España e Italia, deberían tomar nota de lo que puede desembocar en una nueva situación no precisamente deseable, puesto que amenaza con reducirlos una vez más a la condición de domésticos en la gran carrera.