A menudo la vida de profesora produce grandes satisfacciones. Y el día en que Luis Landero vino al centro fue una de ellas. Cercano y carismático, hizo cierto en el humilde y digno salón de actos del instituto que de la abundancia del corazón, habla la boca. Con cuatro notas fue desgranando ideas, mensajes, emociones, sentimientos, consejos, recuerdos..., con sencillez y humor. A esos chicos que a veces dormitan, a los que los expertos consideran incapaces de atender más de media hora seguida sin una imagen o una actividad lúdica. Con la única herramienta de sus palabras, los tuvo prendidos, a alumnos mejores y peores, más aficionados al estudio y más al despiste, a muchachos distraídos y a otros traviesos. Todos atentos. Y preguntando luego.

Le habló de la tragedia que supone para la civilización el que se haya perdido la cultura campesina, del pozo de sabiduría que era su abuela Francisca, de cómo llevamos dentro las ganas de contar, ya como Simbad, de que todos somos únicos, de cómo lo primero que le sorprendió y le asustó cuando llegó a Madrid fue la palabra "bocadillo", pronunciada con esa "elle" con la lengua entre los dientes que le sonó espantosa y de muy mal augurio y de cómo se acordó con nostalgia de que en su tierra lo que se desayunaba a media mañana era un cacho de pan con chorizo.

Contó que siempre había sido un escritor que daba clases para poder vivir, que el éxito le pilló desprevenido y que puede ser más peligroso que el fracaso. Animó a escribir sobre lo concreto, explicó lo que es el "afán" y desgranó sus preferencias literarias, entre las que destaca Don Quijote. El que, sobreponiéndose al fracaso, animaba a su escudero: Nadie nos podrá quitar, Sancho, la gloria del intento. Que no me digan que los alumnos no son capaces de atender, que no me digan que no valoran lo que se les da. Aquellos alumnos, mayores y más chicos, bebieron literalmente las palabras del maestro. Porque no solo de imagen vive la educación.