WLw a relativa proximidad de las elecciones catalanas --nueve meses-- y el sesgo dado a IU por Cayo Lara apenas dejan margen de maniobra al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero para algo diferente de un pacto con el PP que saque adelante los cambios económicos necesarios.

Salvo un acuerdo cercano a la unanimidad en el que todos salgan en la foto, los partidos catalanes, formen o no parte del tripartito, difícilmente secundarán al Gobierno, con la lógica excepción del PSC. Esperar lo contrario sería tanto como imaginar que los adversarios de los socialistas están dispuestos a no marcar perfil propio, como ahora se dice, en el problema central de la política y la economía españolas.

De igual manera, es difícil imaginar que el PP puede encastillarse en una oposición permanente a las propuestas de reforma laboral que el Gobierno lleve al Congreso. En especial si, como parece, los sindicatos y la patronal alcanzan rápidamente un acuerdo relativo a la negociación de los convenios que regirá durante los tres próximos años y si, según se desprende de la reunión que tuvieron con Rodríguez Zapatero el viernes, están dispuestos a apoyar en lo sustancial las propuestas del Gobierno. Actuar en sentido contrario, mantenerse en la senda de la oposición a toda costa de los últimos días, se antoja políticamente insostenible en una situación de gravedad extrema.

Puede incluso pensarse que el acuerdo del Gobierno con el Partido Popular resulta inevitable, aunque quede lejos de lo que ambas partes desearían hacer. Pero la gravedad del momento no admite prórrogas ni entregarse a cálculos electoralistas: cada día que pasa sin tomar decisiones empeora la economía y crece la desconfianza.

Cosa distinta es creer que el Gobierno no deberá pagar un coste político y de imagen altísimo si finalmente cuenta con el PP para sacar adelante su plan. Si ahora, sin acuerdo de por medio, los portavoces del PP se han caracterizado por su propensión al estruendo y a la descalificación, sin molestarse en presentar alternativas, es de suponer que subirán el volumen en caso de sumarse a las reformas en ciernes.

Desde luego, no falta razón a todos aquellos que piensan, incluidos los populares, que el Gobierno socialista ha transitado con demasiada frecuencia entre la improvisación y la incongruencia, pero el recurso a la crítica debe evitar que el país proyecte una imagen de fractura irreparable. De no hacerlo, la superación de la crisis puede quedar bloqueada por un debate estéril.