WLw a emisión en televisión e internet del vídeo sin sonido grabado el pasado 31 de marzo en la comisaría que los Mossos d´´Esquadra, la policía autonómica catalana, tiene en el barrio barcelonés de Les Corts, en el que se ve cómo cuatro agentes golpean a un detenido, ha causado un fuerte impacto en la opinión pública no solo catalana, sino española. Las crudas imágenes, captadas por una cámara oculta que los servicios internos de la propia policía autonómica colocaron en una habitación destinada al cacheo de los detenidos, muestran un caso clamoroso de malos tratos a un detenido que, es cierto, se comporta de manera altiva, pero que en ningún caso hace nada que justifique la lluvia de golpes que le cayeron encima y que, con total claridad, se aprecia en la grabación.

Por lo que el vídeo muestra, no puede hablarse de torturas, pero sí de un injustificable comportamiento violento por parte de los agentes que apalean al detenido. Será, por supuesto, la justicia la que tenga que tipificar ahora el delito en el que incurren los policías. Porque lo positivo de este desdichado asunto es que desde el mismo cuerpo policial se detectó que podía haber malos tratos en esa comisaría y se tomaron medidas para poner las pruebas ante el juez.

Pero, dicho esto, conviene extraer conclusiones, algunas ciertamente preocupantes. La primera es que una policía tan joven como la catalana, y nacida además del desarrollo de la autonomía, tiene elementos que han reproducido prácticas intolerables similares a las usadas por aquellos cuerpos de seguridad del Estado que operaban en tiempos que de ningún modo se podían homologar con una democracia.

El cuerpo policial catalán deberá hacer un esfuerzo añadido para recuperar la credibilidad ante una sociedad que desde el viernes ha venido contemplando atónita unas imágenes brutales, que seguramente ya han dado la vuelta al mundo y habrán manchado la imagen de la policía española en su conjunto. Y para recuperar la credibilidad que con este suceso se ha dejado en el camino es exigible que continúen investigando los posibles comportamientos delictivos.

En segundo término, sería lamentable que los sindicatos policiales adoptaran una actitud corporativista para que no se depuren las responsabilidades que se desprenden de este caso. Y en tercer lugar, es de esperar que el posible castigo a los agentes implicados sea proporcional al daño causado. Tampoco se debería convertir este asunto en un juicio general contra los malos tratos o contra la policía en su conjunto.

Una sociedad desarrollada, como es la de cualquier autonomía española, demanda más seguridad y tiene derecho a que los cuerpos policiales que paga luchen contra el delito sin cometer abusos. Los agentes deben tener el respaldo ciudadano para hacer su labor, pero sucesos como este solo sirven para que crezca el resquemor hacia una policía que todos queremos digna, eficaz y democrática.