Ayer se ha despedido en Badajoz el arzobispo don Antonio Montero y hoy lo hace en la concatedral de Santa María en Mérida. El de ayer (y se espera que también lo sea el de hoy) fue un acto concurrido, cargado de emoción y no exento de tristeza para muchos fieles católicos extremeños que han visto llegado el momento de dejar la sede a quien ha sido su pastor durante casi 25 años. La vida de los hombres sigue su curso imparable y ello da forma a la historia de los pueblos y las gentes.

Precisamente, en la Iglesia ese movimiento es el signo de que avanzamos para completar un destino que no es ciego e impersonal, y en el cual los hombres son artífices de esa historia mediante sus obras.

Y han sido muchas las buenas obras de don Antonio Montero durante su episcopado. No es éste el lugar adecuado para relatar la extensa biografía y la intensa actividad desenvuelta por el prelado que ahora se jubila, pero, si prestan atención a los muchos datos biográficos que aparecen en los medios de comunicación durante estos días, se darán cuenta de que monseñor Montero no ha perdido el tiempo. Es la suya una vida rica y productiva: dirección en revistas, fundación de publicaciones, intensa labor periodística en los cruciales años del Concilio Vaticano II, organización de importantes organismos eclesiales, obispo auxiliar de Sevilla y señaladas iniciativas académicas, pastorales y sociales, antes de ser nombrado obispo de Badajoz en 1980. A partir de esta fecha, empieza una seria y decidida labor de renovación en la sede pacense, que incluye un Sínodo decisivo para la aplicación en plenitud del último Concilio de la Iglesia en la diócesis y muchos cambios, algunos de los cuales no estuvieron exentos de polémica en su momento, siendo hoy indiscutibles (como sucedió con la aplicación del Fondo diocesano para la sustentación del clero o el Estatuto marco para Hermandades y cofradías y con algunos Directorios ).

Para nuestra región, el hito histórico más sobresaliente de este rico episcopado de monseñor Montero quizás sea la consecución de la necesaria provincia eclesiástica para las tres sedes extremeñas, Coria-Cáceres, Plasencia y Badajoz. Llegó este importante logro el día 28 de julio del 1994, por la Bula de Su Santidad el Papa Juan Pablo II Universae Ecclesial sustinentes que creó la provincia eclesiástica de Mérida-Badajoz, nombrando a monseñor Antonio Montero como primer arzobispo de dicha archidiócesis, ejecutándose el mandato de la referida bula el 12 de octubre de 1994 en una memorable celebración que tuvo lugar en el Teatro Romano de Mérida.

A monseñor Montero no le tocaron en suerte precisamente unos años fáciles de episcopado. Después de la Dictadura terminaban por fin aquellos años del nacional catolicismo y empezaba una era incierta: la Transición. La Iglesia debía adaptarse a los nuevos tiempos y a la sociedad democrática, como muchas otras instituciones en España. Quedaban muchos obispos recalcitrantes apegados a los viejos usos y aterrados por todo lo que estaba pasando. Don Antonio inició su vida episcopal en plena Transición y rápidamente se situó en el lugar más adecuado: el que propugnaba el diálogo con los tiempos que corrían, la renovación y la incorporación a la Iglesia de nuevas formas conforme al Vaticano II. Esto le añadiría en adelante un calificativo que le honra, el de progresista , en el mejor de los sentidos, y así se ha mantenido siempre. Es un hombre moderno, dialogante y abierto. Para él, cumplir años revierte en sabiduría, no en cerrazón. Y de todos es sabido que monseñor Montero atesora sabiduría a raudales. Por eso confiamos en tenerle ahora muy activo como escritor e investigador, aligerado ya de su abrumadora actividad.

Conocí personalmente a don Antonio en la década de los 80, cuando ejercía yo de juez sustituto con apenas 24 años. Fue éste un conocimiento que me marcó. Hoy tengo 42 años, soy sacerdote y monseñor Montero ha sido definitivo para mí en esta media vida. Es él fundamentalmente un hombre repleto de cordura y racionalidad. Un hombre de Iglesia que ha sabido entender sabiamente los signos de los tiempos y ese misterioso fluir de la historia, sin alterarse, comprendiendo perfectamente hacia dónde vamos. Sus palabras siempre están cargadas de optimismo y realidad; sus consejos son certeros y agudos. Jamás se escucha de él una queja amarga, una mala disposición o una crítica feroz. Su alma grande está saturada de confianza en el ser humano. Ama a la Iglesia y cree en ella, pero sabe relativizar lo accesorio. Quizás por eso ha sabido conciliar tan admirablemente su papel institucional en Extremadura con el ejercicio de un acertado pastoreo. Bienvenido a la historia de Extremadura y gracias por todo, querido arzobispo emérito, ¡qué Dios le bendiga!

*Sacerdote y escritor