Los italianos dicen que «la manzana nunca cae lejos del árbol». Un dicho similar a nuestro «de tal palo, tal astilla» pero no tan extremo y más fiel a mi vínculo padre-hija. Porque, aunque nos parezcamos en algunas cosas, debo reconocer que en el carácter él es más fácil, ya de primeras una persona encantadora, mientras que yo he salido un poco arisca, para nada dada a sentimentalismos, aunque aquí vaya a hacer hoy un intento de excepción.

De mi padre me enorgullece todo lo que he aprendido, y sigo aprendiendo, gracias a él. Con su comportamiento me enseñó el valor de la honestidad, con uno mismo y con los que aprecias, es también coherente y generoso.

Desde bien pequeña, cuando corría entre viñas y olivos, me inculcó el amor por la tierra y la necesidad de defender lo que ella produce. También la curiosidad por ese infinito mundo que me aguardaba allí afuera. Nunca recibí un castigo si no me portaba bien, tampoco ninguna recompensa de lo contrario, porque siempre me ha hecho consciente de que haga lo que haga, para bien o para mal, es mi responsabilidad y sus resultados serán mi premio o condena.

Por eso tampoco he crecido bajo vetos ni prohibiciones, sino bajo derechos y deberes que, por alguna razón, siempre tuve claros. Mi padre me enseñó que no es lo mismo la «libertad» que el «libertinaje», si bien a día de hoy nuestros conceptos sobre una y otra seguramente difieran. Porque gracias a él también sé que el mundo no es blanco o negro, sino que cuenta con una amplia gama de grises.

Con mi padre aprendí la pasión por conocer la historia y así tratar de comprender el hoy. Con él sigo discutiendo y debatiendo de todo -mi madre nos llamaba «politiquillos»- porque nunca me ha dicho qué debo pensar, ni a quién debo votar o en qué tengo que creer. Sí me ha criado en la crítica a todo dogma de la misma manera que me ha advertido cómo de importante es no juzgar a los demás. Me ha enseñado a hacerle frente a la vida, aunque aún no haya aprendido del todo, con humor, ironía y sarcasmo en su justa medida.

Es un padre que no sólo no me ha cortado las alas, sino que me ha dado un empujón cada vez que lo necesitaba. Por eso, gracias papá. Por tu apoyo. Por aguantar mis monsergas. Por no haberme reprochado jamás aquel susto que te di a miles de kilómetros de casa por mi mala cabeza. Por cuidar siempre de nosotras, y de ella hasta el final. Feliz Día del Padre.