Licenciado en Filología

Va uno por la calle y choca a cada paso con jubilados y prejubilados, sobre todo en las horas punta.

La nueva economía puso en la calle a muchachos de cincuenta y tantos años, mayormente de telefónica y de los bancos y se montó un atasco descomunal: tienen saturadas las asociaciones, atascadas las conferencias de San Vicente de Paul, repletas las cofradías, y machacado el campo en primavera con el espárrago y en otoño con la seta. Pero ni la cosa socio-religiosa ni el desahogo campestre les tranquiliza porque no están dentro ni fuera, ni tienen fe, ni yerba de ayer secándose al sol.

El Gobierno español se ha dado todavía cuenta y ha llamado a estos reservistas porque la situación es desde luego insoportable, aunque no se sabe muy bien si es para que se deshilachen antes, por el gusto de dar marcha atrás, que parece le ha cogido el tranquillo desde lo del decretazo, para que no estorben en casa o simplemente para retirarles de las calles.

Y es que un prejubilado no está aún para canguro ni para bajarse, de golpe, del afán por la vida y dedicarse a congestionar la vía pública día tras día; la cesantía les convirtió en una mojama social, porque qué es un hombre sin su oficina, su fábrica, su tienda, su trabajo de toda la vida, con el motor lleno?

Pues un condenado a dar vueltas, a comprar el pan, recoger las recetas, los zapatos, a hacer cursos o algo peor: ir al gimnasio, hacer senderismo, o simplemente pasear o montar en bicicleta, que en esas no ven el peligro.

Encontrarse con un prejubilado era un problema: aquel sensato hombre que antes tomaba café y filosofaba sobre la nada, había desaparecido. Ahora si le veías entre la maraña de hiperactivos paseantes, te saludaba de lejos, y si lograbas pararle, no dejaba de mirar el reloj y recitarte la lista de los que tenía que hacer.

No sé qué efectos económicos tendrá este recauchutado que les van a hacer, pero tal vez podamos, amigo Faustino, volver a los cafés calmosos e imaginativos, y a ver las calles y las asociaciones sin atascos.