Un "terrorífico error profesional", según la calificación que ha hecho el propio gerente del hospital Gregorio Marañón, acabó ayer con la vida de Rayán, el hijo de Dalila, la primera víctima de la gripe A de España. Una enfermera, que no tenía experiencia en el servicio de UCI pediátrica, le suministró el alimento por vía venosa en lugar de nasogástrica. El bebé, de 28 semanas, había nacido por cesárea después de que los médicos considerasen que era la única forma de salvarlo, habida cuenta del grave estado --luego trágicamente confirmado-- en que se encontraba su madre.

Si hubiera que buscar un ejemplo para ilustrar que la calidad en la atención médica está muchas veces más cerca de la simple atención que en del manejo de técnicas sofisticadas, se habría encontrado en este desgraciado caso. Los médicos salvaron la vida del niño, que nació por cesárea a las 28 semanas de gestación, porque el pronóstico era muy incierto, habida cuenta de la evolución de la enfermedad de su madre. Sin embargo, ha bastado una negligencia severa y elemental --nadie se explica cómo una profesional de la enfermería introdujo una fórmula láctea en el torrente sanguíneo en lugar de en la sonda de alimentación-- para echar por tierra todos los avances médicos. El caso requiere una rigurosa investigación --¿por qué se tardó más de una hora en detectar el error?--; por justicia con una familia para la que la sanidad española ha sido una pesadilla, y porque lo exige un sistema de salud que presume de su nivel.