Apenas cinco días después de la gran victoria electoral de Syriza, el nuevo Gobierno griego ha tenido ya un sonoro encontronazo con las autoridades europeas en torno a la (no) devolución de la deuda del país, el asunto del que Alexis Tsipras ha hecho bandera y que le ha aupado a primer ministro. El anuncio del ministro de Economía griego --en presencia de un primero incrédulo y luego muy irritado presidente del Eurogrupo-- de que Atenas no reconoce a la troika como interlocutora para renegociar la deuda tiene un aire de desafío, pero no puede sorprender porque se corresponde con lo que Syriza ha prometido a los ciudadanos griegos. Y es cierto que la troika es una plataforma jurídicamente inexistente, en la que confluyen un organismo con plena legitimidad política como la Comisión Europea y dos que velan por la ortodoxia financiera, como el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, que de facto no solo aconsejan a Grecia qué política económica le conviene sino que se la imponen por alto que sea el precio social a pagar. El órdago de Grecia hay que entenderlo como una reclamación de que el angustioso problema de su deuda no puede tener una aséptica solución técnica sino política. Es cierto, como recordó ayer el presidente del Eurogrupo, que "los problemas de la economía griega no desaparecieron con las elecciones del domingo", pero el escenario ha cambiado. Grecia y la UE están obligadas a negociar, y Atenas ha empezado a mover ficha.