Francisco Alvarez-Cascos está en el Gobierno desde que José María Aznar alcanzó la presidencia. ¿Por qué le ha de cambiar si, esté dónde esté, le sirve con lealtad y eficacia? A uno no le extrañaría, incluso, que estuviera con el sucesor del líder popular.

Desmiente lo que parece evidente y nadie niega con tanta rotundidad como él. Antes se cansarán los medios y los políticos de la oposición de acusar al Gobierno del retraso del AVE hasta Lleida, que él de echar todas las culpas a los concesionarios de las obras. Otros ya pueden culpar a los chanchullos especulativos del brutal aumento anual del coste de las viviendas, que él seguirá proclamando que, entre otros motivos de encarecimiento, merecedores de gratitud hacia el Gobierno, está el aumento de vida de los españoles. Si compran tan caro es porque tienen dinero. Buena señal. Es lo que dijo el presidente del Gobierno hace unos meses. El señor Alvarez-Cascos insiste en la teoría aznariana, lo cual de alguna manera se lo tendrá que agradecer el presidente.

No se echan las culpas a los mangoneos y la corrupción del gremio del ladrillo, de los que tanto se habla estos días. Si se manejan tantos millones, algunos se deben quedar por el camino, sin que lleguen a invertirse en palmos de suelo y material de construcción.

La ciudadanía tiene derecho a saber dónde se quedaron y en qué cantidad, sobre todo los jóvenes que aspiran a una vivienda y que han de aplazar su esperanza de tenerla. Aunque el calor desanima a manifestarse, sería oportuna una movilización masiva de jóvenes para pedir una investigación a fondo sobre las tramas corruptas del ladrillo y la recalificación.