Me detuve en aquella esquina a contemplar la escena. Alguien recogía las colillas que otros habrían tirado la mañana anterior a ésta en la que ya hacía frío y amenazaba con llover. Era el mismo hombre que me había parado otras veces para contarme su vida, los problemas con su mujer, a la que sospecho que maltrataba, como quien trata de esconder, imposible, en la mirada el daño que hizo a otros y del que entonces ya se arrepentiría. Una hija a la que solo podía ver a cuentagotas era la penitencia y el castigo. Nunca supe muy bien a qué se dedicaba ese padre de familia venido a menos, unas veces con los juegos de azar colgados de la camisa, otras despistado y con el paso nervioso sin rumbo fijo. Hasta que esa mañana le descubrí guardando en los bolsillos los restos de cigarrillos que le servirían "para matar la tarde", como dijo en voz alta y que toda la calle se enterara. Y, de pronto, intenté discernir entre un pobre diablo y la imagen de esa pobreza sorda que transmiten algunas personas sin tener por qué estar pidiendo en una esquina. Como si la escasez, la miseria o la infelicidad no tuviesen el mismo nombre, da igual el traje que se pongan. Reconozco que pasé de largo, sin atender más allá de unos segundos que me distrajeron en los quehaceres que luego tendría que afrontar para salvar el día. Y así fue como la imagen del hombre se me fue agrietando, igual que las arrugas de la cara y el desánimo que me pareció transmitían sus gestos. Quizá no sea fácil dejar de mirar hacia fuera, pero ocurre a veces que ves la batalla perdida en los ojos de otros. La de ese tipo que seguro habría cometido errores y que, quién sabe, tendría que seguir arrastrándose por no poder pagarse un poco de tabaco. En ocasiones me pasa que salgo a la calle y veo que hay más gente que se parece cada vez más. Hagan la prueba.