El sector de la seguridad privada ha vivido una expansión fulgurante en paralelo a la congelación del gasto público destinado a los cuerpos policiales. La privatización de la seguridad que ha fomentado el Gobierno ha traído consigo una precarización, visible en la proliferación de vigilantes sin la debida titulación, en la insuficiencia de sus retribuciones y en la dejación de medidas racionales de seguridad, como, por ejemplo, no imponer un cuarto guardia para vigilar las espaldas de quienes trasladan sacas de dinero.

Estas carencias dejan más desprotegidos a los profesionales justo cuando irrumpe una nueva delincuencia internacional que despliega un nivel de violencia nunca visto hasta el sangriento atraco de Terrassa (Barcelona), en el que perdió la vida un joven cacereño. En un sector mercantilizado, los grandes clientes ajustan al máximo los precios y las empresas apuran los costes. Pero está en juego la integridad de las personas. La Administración tiene que intervenir con decisión para garantizar unos requisitos mínimos ajustados a los riesgos que realmente existen: en número de efectivos, formación, material e instalaciones. Sin esta mejoría global no serviría de mucho armar a los guardias hasta los dientes.