No tenía necesidad alguna Zapatero en su última comparecencia de ayer en el Congreso de emplear argumentos cínicos para justificar la extensión en el tiempo de la participación de España en la guerra de Afganistán: hasta él sabe que no están allí nuestras tropas, armadas hasta los dientes, para enseñar a la gente a leer y a escribir. La tasa de analfabetismo era, ciertamente, muy alta en el desventurado país del opio antes de que Estados Unidos, con su invasión, lo pulverizara otro poco, tan alta casi como ahora, nueve años después, pero allí no se enviaron maestros, sino cañones, y para manejarlos, carne de cañón.

El presidente del gobierno, a quien debe repugnarle la guerra así se llame de Irak o de Afganistán, que, por cierto, son la misma guerra y atienden al mismo designio de venganza, control y dominación, no tenía necesidad alguna de ponerse benéfico y filantrópico al recitar las bondades de la ocupación bélica de Afganistán, que ha proporcionado a la Humanidad, entre otros muchos horrores, la espantosa y perdurable existencia de Guantánamo. Podía haber dicho, sin más, que estamos allí porque nos lo mandan, y de haber querido ofrecer una versión más digna y esperanzada, podía haber expresado su malestar íntimo por nuestro concurso en esa guerra indeseada, y su voluntad de salir de allí, y de dejar de perder vidas de españoles (las de los afganos, al parecer, no cuentan para nadie), y de gastar el pastón que no tenemos, y de engañar al pueblo afgano con quimeras de falsa prosperidad y falsa democracia, cuanto antes. Pero no, dijo otras cosas, y entre ellas, ésta del analfabetismo tan grande que había, y que llamó particularmente, por su cinismo, la atención.

Para sacar nuestras tropas de Irak, José Luis Rodríguez Zapatero no tuvo que usar el cinismo, mas para mantenerlas en Afganistán sólo ha encontrado esa pobre vía dialéctica. Es lo que tiene estar donde no se debe estar, que uno deja de ser quien es. O quien podría haber sido.