La agresión cruenta a Silvio Berlusconi en la plaza del Duomo de Milán plantea una situación que va más allá del incidente aislado y de la adhesión o rechazo que concita la figura del primer ministro. Se trata de una guerra antropológica entre dos Italias, herederas de la Democracia Cristiana y del Partido Comunista, que dominaron la escena política en la primera república. Una y otra buscan la degradación del adversario y combatirlo físicamente más que ideológicamente, todo ello en sintonía con la tradición italiana de violencia organizada. Vivir en Milán (la ciudad natal de Berlusconi) supone estar más cerca de la economía, de la bolsa, de las finanzas, de la empresa, del diseño, de la moda, del mundo editorial, del arte y de la lírica- Y también de la barbarie.

El odio político, una vez desencadenado, resulta muy difícil de domesticar, lo mismo si va armado de una ideología sistemática (como en el caso del terrorismo) como si se apodera de una mente aislada. Es como un veneno que intoxica la discusión pública y reduce al adversario a un objetivo que aniquilar, destruir en efigie y también físicamente. Una versión primitiva y militarizada de la política como un simulacro de la guerra civil se está apoderando de la vida italiana en un crescendo de hostilidad entre estas facciones que se odian y que son incapaces de hablarse.

No se trata únicamente de una cuestión de tonos exasperados, también domina la idea de que la lucha política no debe admitir confines ni contrapesos a la agresividad verbal, a diferencia de la confrontación política en los países de arraigada tradición parlamentaria, donde esta asume la forma de una competición leal entre bandos y tendencias que se reconocen recíproca legitimidad.

El escritor Ceronetti habló en una ocasión de "dolor civil" ante la difundida anomalía italiana, de la que se originan otras de mayor gravedad, "una vena de anarquismo ególatra que nada tiene que ver con el amor a la libertad y mucho de desprecio a los demás".

El caso de las redes mafiosas es paradigmático, ya que han formado parte de la sociedad del sur de Italia durante muchos años gracias al vacío creado por la ausencia o ineficacia de las autoridades estatales. Pero el poder de la mafia no residía originariamente solo en la protección política, sino que ofrecía una serie de ´valores e ideales´ que han contado con cierta legitimación popular y que han justificado la violencia criminal.

La ´omertá´, la venganza, la hostilidad hacia el Estado, el patológico honor meridional, han formado un explosivo cóctel ideológico tan práctico y atractivo para los indigentes desempleados habitantes de los barrios bajos de Palermo o de Nápoles como para sus antepasados campesinos.

La divisoria entre la violencia verbal y la material es siempre sutil y vulnerable, y resulta realmente descorazonador que este país, que ha cosechado de la violencia política los frutos más deplorables, no sea capaz de reconducir el lenguaje público por unas vías que descarten el odio y el ataque enloquecido contra las personas en lugar de apuntar serenamente y con argumentos a las ideas.

La violencia verbal no resulta banal para aquellos siempre dispuestos a buscarse la justicia por sí mismos en la delirante creencia de que el adversario, en este caso el enemigo, personifica siempre el mal. Massimo Tartaglia , el autor de la agresión al primer ministro, está triunfando en Facebook con decenas de miles de fans que jalean su proeza y piden que sea llevado a los altares junto a numerosas propuestas de matrimonio.

No son pocos los observadores y estudiosos de esta fascinante Italia que coinciden en señalar un estigma social y civil debido, en buena parte, a una secular división étnica, política, moral, cultural y lingüística. Un país plural, que no pluralista, donde el Sur pide al Gobierno protección, y el Norte, autonomía; una nación joven de ayer y 30 siglos vieja, donde se han sucedido las rebeliones, las subversiones, la guerrilla y el terrorismo, donde campa el crimen organizado y donde falta una verdadera sociedad y una auténtica opinión pública, como ya apuntaba el escocés lord Nelvil en el siglo XVIII.

En nuestros días, se abre paso la idea de que para dirimir una discusión entre italianos se necesita una metralleta. El clima de confusión económica y moral en que se hallaba sumido el país permite hablar del triste periodo conocido como el de los ±años de plomoO debido a las muertes en cadena, entre ellas la del exprimer ministro y líder de la Democracia Cristiana, Aldo Moro , que llevó al mundo a ver en Italia una nación misteriosa y violenta.

No es buena señal que el exmagistrado Di Pietro , uno de los artífices de Mani Pulite (Manos Limpias), eche más leña a la hoguera del odio justificando a su modo el ataque contra el presidente del Gobierno. De este modo se une a los bandos entregados con entusiasmo a la devastación de la democracia. Más que protofascistas o poscomunistas, la bella Italia reclama con urgencia una clase política y una sociedad menos violentas y más preinteligentes.