El Interviú, no la Interviú como un joven periodista, más lo primero que lo segundo, erraba en la tele días atrás. Macho, viejo, pero macho. Interviú se ha muerto de viejo. Un tanto trasnochado, un tanto ido, con su leyenda a cuestas, entre laureles, se ha muerto porque también los inmortales se mueren cuando suena el gong del último asalto. Interviú boqueaba en un geriátrico para matusalenes de papel, extintos o en vías de extinción. Le presagié el cierre porque los viejos olemos la muerte. Precisamente por eso le he cogido cariño a Interviú, porque hemos envejecido juntos. Unas veces, frente a frente, otras, dándonos la espalda, pero hasta hoy, juntos. Hemos vivido juntos y me apena terminar de vivir sin su compaña. Solo. Y viejo.

Hubo unos años en que Interviú era una maza del quince en la vida nacional. Años en que cada número era un terremoto nuevo. Exactamente un millón de terremotos nuevos cada semana. Estar o no estar en Interviú lo era todo. Demandas y secuestros. Lo de las chavalas era lo de menos. Creo. No lo sé bien. De lo que estoy seguro es que, en sus mejores años, era periodismo al borde, al borde del despeñadero. Valiente o hiriente según dieras o recibieras, pero nunca al margen.

Mayo de 1976, cuarenta pesetas y en Montejurra un muerto. En casa de mis padres, que era una casa decente, no se compraba. En mi otra casa, la de mis tíos, que era otra casa decente, se compraba. Y se guardaba. Pasaba de debajo del televisor (con sus dos antenitas y su UHF) a un aparador del trastero. No se tiraba porque íntimamente se barruntaba que el latido de la vida nacional se registraba en el sismógrafo sus páginas. Y, allí, en el trastero, se podía consultar lo que se tuviera por conveniente consultar. O al menos eso, supongo, hacía mi tío y, en general todos los tíos de España.

Para los que en aquellos años teníamos la sangre alta, sin embargo, Interviú se nos iba quedando cándido. Los desnudos no dejaban de tener algo de pacato y triste, y, para experiencias más intensas, las fuentes eran otras. Pero Interviú nos salía al paso. En las calles, en las barberías,…. Ay, no hay, no hubo, barbería sin él ahí. O sin ellas…, como ustedes prefieran. Esas barberías de Varón Dandy y barrio, cuando en el barrio el rey del pollo frito se llamaba Ramoncín. Barberías de siempre, periódico del día, charleta, pin-ups a todo color y olor a guarida de lobos. Y me acostumbré a olerlas.

En un armario, como mi tío, conservo algunas de aquellas revistas. Hoy he vuelto a hojearlas con nostalgia. Mientras las sobaba, han vuelto a mí las viñetas de Perich y de Forges, los artículos de Camilo José Cela, del mejor Umbral, de Vázquez Montalbán, de Emilio Romero,… No obstante, ahora, con la sangre en conserva y las carnes desparramadas, me he rendido y, abatido, he reconocido lo efímero de la lujuria y lo banal de las porfías terrenales. Pero en sus reportajes he encontrado la estampa abigarrada de lo que fuimos y de lo que ya nunca volveremos a ser, aquel aroma a octubre del 82 y a Old Spice, el walkman del deseo, la chupa de cuero y aquel extraño corte de pelo que cantaban Los Coyotes.

Se acabó Interviú. Hubo unos años en que los españoles (y las españolas) se estremecían con los casos y las cosas que publicaba. Años que nos dejaron portadas tatuadas en las seseras. Por eso, ahora, me he vuelto a estremecer como se estremece quien entierra a ese buen vecino del quinto con el que no nos hablábamos desde hacía meses, pero del que, por un tercero, sabíamos que andaba enfermo. Se me ha muerto Interviú. Sismograma plano. Descanse en paz. Haya paz.