Hace un año se ponía en marcha un proceso que desencadenaba una enorme ilusión y movilizaba muchas ansiedades. ETA anunció aquel 22 de marzo un alto el fuego permanente y, una vez más, la mayoría creyó que esta vez iba en serio. Que lo que era una evidencia social y política, el anacronismo y la sinrazón de la violencia etarra, iba a acabar imponiéndose también en ese mundo.

Toda la cautela con la que nuestra desgraciada historia nos obliga acoger las palabras de ETA, no impidió el entusiasmo. El tiempo transcurrido sin muertos, la conmoción que había provocado el 11-M, el contexto internacional. Todo empujaba a creer que la situación estaba madura. En los días inmediatamente posteriores a la declaración del alto el fuego, fui testigo directo de la esperanza que se adueñó de muchos vascos de buena fe, de la mayoría.

La prisa también era evidente en una parte significativa de la izquierda aberzale, interesada en que todo se sustanciara pronto y poder así engancharse a la política en las instituciones vascas. Y naturalmente, el Gobierno, al que asistía legítimamente el derecho y la obligación de intentar acabar con esta pesadilla, puso en marcha la maquinaria necesaria para conducir esa confluencia de intereses a buen puerto.

El 30 de diciembre todo saltó por lo aires, aunque ya antes, desde el verano, hubo señales evidentes de que la situación en ETA no era ni tan unánime ni estaba tan madura. Y que el mando a distancia del proceso lo manejaba la banda y no Batasuna.

Y aquí estamos, un año después. Con la misma ansiedad, pero sin ilusión y con poca esperanza. Tras el estruendo de Barajas y aquel comunicado posterior, la banda terrorista guarda silencio. Estos días nos asaltan rumores sobre la inminencia de un comunicado y toda clase de especulaciones sobre su contenido. Si llega, ya lo leeremos. La mayoría seguimos convencidos de que ETA está acabada, de que el terrorismo no tiene futuro. La duda es cuánto sufrimiento puede costarnos todavía ver convertida esa certeza en una realidad.