El riesgo de hambrunas a causa de la escasez de alimentos básicos y el aumento de los precios ha helado el espinazo de los organismos internacionales, empezando por el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyo director general, Dominique Strauss-Kahn, ha anunciado que "lo peor está por llegar" en los disturbios causados por la crisis alimentaria en países pobres y ha pedido que se replantee la producción de biocombustibles hecha con productos agrícolas que sirven para la alimentación.

Precisamente, la proliferación de esos biocombustibles --a juicio de Strauss-Kahn plantean "un verdadero problema moral"--, así como el aumento de la demanda de productos alimenticios en países como India y China, las subvenciones a los agricultores de la Unión Europea y de Estados Unidos, que han hundido la producción en muchos países pobres, y el cambio de hábitos alimenticios en los países ricos se encuentran detrás de esta crisis planetaria de subsistencias.

El efecto inmediato en el primer mundo se resume en un aumento de la inflación --la leche subió en España un 27,6% entre marzo del 2007 y de este año--, que castiga en mayor medida a las economías más débiles. Pero en las geografías más pobres se traduce en un fenómeno mucho más lacerante: la extensión de la plaga del hambre, que según el director del FMI amenaza con la inanición de forma inmediata en un mínimo de 37 países. Además, el responsable del FMI explicó que más allá del hambre y los riesgos de hambruna, está "la malnutrición" e incluso recalcó que los niños mal alimentados llevan las secuelas durante "toda su vida".

Esto es algo a lo que difícilmente pueden hacer frente las agencias de la ONU, especialmente la FAO, sin el concurso de los países desarrollados. No falta razón a los escépticos, que critican a las economías más prósperas haber reaccionado solo cuando la escalada de la crisis de alimentos ha amenazado su propia estabilidad.

Pero lo cierto es que, dicho esto, es ineludible una reacción internacional en tres direcciones: ayudas inmediatas a fondo perdido, revisión de las políticas agrarias de los países ricos y ordenación del mercado de biocombustibles, que ha descoyuntado el precio de alimentos básicos como el maíz.

Está en lo cierto el director del Fondo Monetario Internacional cuando dice que el recurso a los biocombustibles plantea problemas morales, pero podía haber ido un poco más allá: también los plantean la especulación en los mercados de futuros y las ayudas a la exportación de productos agrícolas en Europa y Estados Unidos.

Es evidente que el paradigma agroalimentario está en crisis a causa de la globalización. Y lo es todavía más que es imposible reparar la debilidad estructural de los países más pobres solo con políticas asistenciales. El hambre crónica de al menos 1.000 millones de habitantes del planeta obliga a encarar el problema con soluciones prácticas y no con declaraciones de principios.