El sobrecogedor caso de la adolescente británica de 13 años Hannah Jones, que ha renunciado a un trasplante de corazón tras luchar durante 8 años contra la leucemia, plantea un dilema moral que va más allá del referido al derecho a tener una muerte digna: ¿es defendible que prevalezca, como ha sucedido, la opinión de la interesada, menor de edad, pero apoyada por sus padres, sobre la de médicos y jueces? Es imposible dar una respuesta tajante ante una situación tan trágicamente singular. Quizá solo la decisión de sus padres de respetar su voluntad ilumine el caso. Porque, el que hayan sido ellos quienes han convencido a las autoridades sanitarias y a los tribunales, cabe colegir que no abrigan ninguna duda en cuanto a la lucidez, madurez y entereza de Hannah para asumir las consecuencias que acarreará su decisión.

Ir más allá resulta humanamente imposible. Se antoja necesario considerar cuál ha sido la infancia de esta niña sometida desde los 5 años a las penalidades derivadas de los tratamientos, qué felicidad le ha deparado una vida consumida de hospital en hospital, para que, finalmente, haya optado por dejar su existencia a merced de sus menguadas fuerzas. El resto quizá sea secundario.