Lo predijeron Guy Debord y a su modo Andy Warhol: los 15 minutos de fama para cualquiera, cuando la Fama hubiera perdido el viejo y noble rigor de su mayúscula. ¿Se acuerdan de Isabel Preysler ? La en su tiempo llamada reina de corazones (cuando se casó con el exsocialista Miguel Boyer ) les parecía a muchos, por guapita y pintiparada que fuera, el colmo de la vulgaridad intelectual, la muestra de la caída de nuestra inculta sociedad entonces --salvas las excepciones pertinentes-- en lo banal. Al lado, sin embargo, de las señoritas y señoritos vulgarísimos, horteras, vendiendo y comprando todo en millones de las antiguas pesetas, ¿no parece la Preysler una auténtica princesa, ya lejana, junto a tanto mindundeo de pacotilla? Dice un refrán: "Otros vendrán que bueno me harán". Así ha sido.

La desdichada Carmen Ordóñez, hija, esposa y madre de toreros famosos, pero sin ningún porqué propio para la pública notoriedad, ha sido la última víctima de esa sociedad del espectáculo que anticipara Debord, y que ha rebasado ya con mucho sus antiguas predicciones. La idea de que todo se hace para ser contemplado y no para ser pensado ni analizado, es decir, que todo ocurre para ser visto y no para ser leído.

Pero nadie confunda lo que voy a decir con una arcaica moralina de sacristía, como suele hacer la mentalidad derechista. Nada más lejos de mi intención. Vicios y virtudes no han de juzgarse por lo privado sino por lo público. Respeto la vida privada de cada cual, y me parece muy bien que una señora (o un señor) cambie de marido tres o cuatro veces o se acueste con 10 o con 25. No tengo ni que censurar ni que aplaudir, porque ese asunto pertenece estrictamente a su libertad. Así es que nunca entraría en cuántos hombres cruzaron la asendereada vida de Carmen Ordóñez, o en si tomaba drogas o las dejaba de tomar. Todo eso, insisto, pertenecía a su libertad y creo en la libertad.

Surge el problema --se abre-- cuando uno empieza a vender a esa llamada prensa del corazón (hoy más televisiva que periodística) exclusivas caras sobre sus amoríos, en función de una fama que se vuelve propia, aunque provenga únicamente de quienes están o estuvieron a su alrededor. La fama, en ese momento, está ya desvalorizada.

Si vendes tu intimidad, estás vendiendo con ella tu libertad, te des cuenta o no, y también el respeto que te pueden y deben guardar. Pero el problema no viene sólo de esos más o menos periodistas, sino de la sociedad, todos o casi todos nosotros, no menos banales, vulgares y horteras, que pagamos por ver la intimidad ajena aplebeyada. Hemos hecho de ese llamado famoseo un verdadero circo romano, una lucha de gladiadores. Pero ¿acaso las biografías mejores no airean las vidas privadas? Sí, pero para dilucidar la intimidad del creador o del político, haciendo de esa intimidad una faceta más de la condición humana, no un teatro de variedades.

La intimidad bien explicada enriquece, pero la intimidad que sólo ha de producir chismes y escandalera, lógicamente degrada. Y vuelvo a insistir: a mí me parece muy bien que Jesulín de Ubrique, se acueste con cuantas quiera y quieran, o que Carmen Ordóñez hubiese o no hecho lo propio. Pero al venderlo, al volverse celebridades sin ningún oficio conocido, al vender la intimidad sin humanismo, sin altura, venden su honor y su libertad y señalan a una sociedad, finalmente, mucho más sucia y engolfada que ellos. Pero no sucia por el sexo, no, sucia y astrosa por la vulgaridad.

Caída en el baño, entrando y saliendo de clínicas de desintoxicación, viendo cómo la juventud y la belleza (las mejores armas de todo joven y bello) se le iban con el tiempo y el ruido vano de los medios de comunicación de masas, Carmen Ordóñez podría recordar a una Monroe morena si hubiese sido actriz. Uno de los dramas de Carmen Ordóñez (esposa, madre y mujer) es que no siendo nadie para ser famosa la auparon a un falso pedestal de falsa fama hasta que --por derecho o por casualidad-- todo se cayó. ¿Qué significa que indaguemos tanto en una ciudadana, sin más?

En cierto modo, Carmen Ordóñez ha sido una víctima. La trágica ofrenda a la nada de una sociedad desnortada y desvalorizada que no tiene nada que dar. El drama íntimo --para sus próximos-- será lógicamente enorme. El drama social es espantoso. Vivimos entre la zafiedad y la vulgaridad --que no es el sexo-- y no nos importa. ¡Qué mundo hemos hecho! Feo, vacuo y caricatural...

*Escritor