A principios del siglo XXI algunos comenzamos a pedir que las generaciones que hicieron la Transición realizaran una segunda transición. Parecíamos locos. Aquí mismo, desde 2012, lo he escrito en varias ocasiones. Siempre pasa: cuando alguien dice algo que dice poca gente, se le mira raro. El tiempo pone las cosas en su sitio.

Entonces, en 2008, llegó el comienzo de la crisis económica mundial más importante desde 1929 y nos cogió con los deberes sin hacer. Y cuando en 2010 el Gobierno español tuvo que tomar una serie de medidas económicas de urgencia, el país tembló.

Y después llegó el 15 de mayo de 2011 (15-M), cuando millones de españoles salieron a la calle para mostrar su desapego por un sistema político que les había dejado de representar. La crisis económica, en solo tres años, había pasado a ser una crisis política de legitimidad representativa. En aquella primavera, el rumor de una segunda transición se convirtió en un grito.

Pero pasó el tiempo y se siguió haciendo oídos sordos al anhelo de cambio. Así que tres años después, en enero de 2014, nació Podemos. Pocos meses después, un partido de origen catalán, Ciudadanos, comenzó a despuntar en el resto de España. Y así, por la vía de los hechos consumados, se había transformado uno de los elementos esenciales de todo sistema político: el sistema de partidos. Por primera vez en cuarenta años, pasamos del bipartidismo casi perfecto al multipartidismo.

Tan fea se puso la cosa que el 2 de junio de ese mismo año abdicó Juan Carlos I. Un movimiento político poco habitual en la historia de las monarquías, que reconocía el retraso en hacer cambios imprescindibles y la fatiga de nuestro sistema institucional. El debate sobre la república se abrió con más fuerza que en los últimos ochenta años. Y así, por la vía de los hechos consumados, se producía una discusión y un relevo en otra de las columnas de nuestro sistema político: el modelo de Estado.

Pero el grito no era suficiente para las generaciones que hicieron la Transición, y se pretendió subsumir todos los cambios en el recipiente de 1978. Solo tres años después, surge en Cataluña un gran movimiento insurreccional, nuestra crisis más grave desde 1981, de la que ya es seguro que saldremos fracturados o con un modelo de convivencia territorial distinto al actual. Una vez más, por la vía de los hechos consumados, cambiará otro de los elementos clave de cualquier sistema político: el modelo territorial.

El sistema de partidos, el modelo de Estado y el modelo territorial son tres cimientos básicos de cualquier país, y cuando en tres años se discuten o se producen cambios tan importantes en ellos, es evidente que España llega tarde a algo. Está llegando tarde a aquello que algunos pedíamos hace más de una década.

La madre naturaleza siempre pone ejemplos perfectos para todo, no en vano pertenecemos a ella, somos ella. Cuando en el cauce de un río construyes un camping, será cuestión de tiempo que el agua se lo lleve por delante. El agua vuelve siempre a su cauce o, dicho de otro modo, no se le pueden poner puertas al campo.

A estas alturas nadie con un mínimo de sentido común puede negar que la segunda transición se está haciendo por la vía de los hechos consumados. Es decir, desordenadamente. Y si hay algo peor que no cambiar nada, es cambiar sin orden. Por muchas razones, pero sobre todo porque se alarga innecesariamente el cambio. Como decía Gramsci, en el claroscuro entre el viejo mundo que muere y el nuevo que nace, aparecen los monstruos. Y cuanto más dure el claroscuro, más monstruos aparecerán.

Me está costando mucho comprender a las generaciones que hicieron la Transición. No es posible, me digo, que no vean que saltan por los aires las costuras del sistema diseñado en 1978. Pero tampoco es posible, me digo, que actúen con la mala fe de preferir que se desencadenen desastres antes que ver modificada ‘su obra’. En todo caso, ya es tarde para ellos. La realidad ha aplastado su inmovilismo.

Es el momento de que la sociedad española realice el mismo esfuerzo que en 1978, esta vez sin miedo. No sería con mayúscula, puesto que no tenemos que cambiar de régimen, sino una transición con minúscula que permitiera a la mayoría de la ciudadanía sentirse cómoda en un sistema político renovado. Si no lo hacemos, la vía de los hechos consumados en la que llevamos instalados seis años lo único que provocará será más sufrimiento. Los cambios seguirán viniendo igual.