A los héroes de estos tiempos no hay que buscarlos en las novelas de ficción, ni entre aguerridos aventureros mitológicos, ni tan siquiera entre esos abanderados del compromiso en los que últimamente se han convertido los artistas, sino entre los cooperantes de alguna ONG, entre los misioneros, los soldados y todos aquellos que ponen sus vidas al servicio de una causa noble.

Representan esa parte de la sociedad enfrentada a la mentira, que no idolatra al becerro de oro del poder, ni se doblega ante presión alguna, ni utiliza el oportunismo para levantar sobre él un muro de confrontación ideológica, sino que, desde una actitud silente, contribuyen a hacer un mundo más humano y habitable. Y cuando menos lo esperan caen abatidos en medio de un odio que no es el suyo, en una batalla que no les concierne, en la defensa un territorio ajeno a sus raíces.

En una sociedad acosada por tantas preguntas sin respuestas, por tan inexplicables y retrospectivos desencuentros; donde la corrupción trepa por entre las paredes de las instituciones como una enredadera maldita, y la endogamia hace nido bajo muchos de sus aleros. Surge a veces el grito silencioso de aquellos que aún mantienen encendida la llama de la solidaridad, los únicos capaces de perpetuar el exiguo patrimonio de autenticidad que aún nos queda.

Porque mientras este tren amenaza con descarrilar, o con hundirse el techo que a todos nos cobija, algunos se entregan con ferviente entusiasmo a la tarea de urdir maniobras de distracción, a asestar el golpe más certero sobre el rostro del contrario, a sembrar la duda sobre su honorabilidad, a minimizar cualquiera de sus avances o a boicotear la más nimia de sus iniciativas. Llegado el momento convendría declarar un armisticio, dejar aparcadas por unos instantes las diferencias, para honrar la memoria de los héroes caídos, y de paso poner un poco de sensatez en medio de este caótico paisaje de locura.

Haití, hasta que un terremoto tuvo la ocurrencia de convertirlo en una escombrera, era un lugar apacible, un remanso de tranquilidad, alejado de ese lastre que genera a veces el progreso. Un paraje inapropiado para morir. Pero a veces las circunstancias se confabulan hasta tal punto sobre un territorio, que hasta sus propios salvadores terminan convertidos en víctimas.

Como en los tiempos de Icaro, el espacio aéreo se ha transformado en un lugar intransitable y en una trampa mortal, corroborando que la fisonomía humana no está hecha para el vuelo. De ahí que el destino, como aquellos dioses antiguos, se haya vuelto contra nosotros en una actitud vengativa, taciturna y caprichosa, y nos castigue con la maldición implacable de lo telúrico, con volcanes de ceniza incandescente y con la niebla permanente de una ceguera.